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Es posible alcanzar la felicidad hoy

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Centro de Estudios Católicos - publicado el 19/06/16
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No nos desencaminemos buscando la felicidad

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En un desgarrador testimonio el Papa Francisco relataba recientemente a un grupo de jóvenes la experiencia de una niña refugiada que perdió la vida, ahogándose en el Mediterráneo, mientras intentaba huir de la atormentada Siria. Sosteniendo el salvavidas de la pequeña, de un intenso color anaranjado, que le había entregado un rescatista que intentó salvarla, el Santo Padre relató a los muchachos: «Él me trajo el salvavidas, y en medio de las lágrimas, me dijo: “Padre, no logré alcanzarla. Allí estaba la pequeña, entre las olas. Hice todo lo que pude, pero no logré salvarla”»1. Solamente quedó el salvavidas como elocuente testigo de la tragedia.

El deseo del Papa no era desanimar a aquellos jóvenes. Más bien aspiraba compartirles una realidad paradojal. «No los quiero tristes (…) Ustedes son valerosos, y deben conocer la verdad: hay niños y niñas, pequeños, hombres y mujeres en peligro mortal»2.

Surge la interrogante, quizá una de las más punzantes para la religión, la filosofía y la moral: ¿Puede alcanzarse la felicidad en un mundo agobiado por las rupturas? En el “Sermón de la Montaña”, Jesucristo proclama una senda encaminada hacia la bienaventuranza, hacia la felicidad, para todo hombre y mujer. Quizá por ello empieza su cuestionante enseñanza exaltando a los pobres, a los humildes, a los que sufren, a los perseguidos y a los hambrientos3. Aquellos a los que una sociedad sosegada y cómoda parece ignorar, mirando hacia el otro lado.

En aquella prédica el Señor Jesús alude a la vocación más sublime del ser humano: el anhelo de felicidad. Pero lo hace abandonando los caminos mundanos como el poder, la ambición, los bienes, la indiferencia y el egoísmo. «Las Bienaventuranzas nos plantean una cuestión que afecta directamente el concepto que tenemos de la felicidad», manifestaba el autor Servais Pinckaers. «Ponen en tela de juicio la concepción de nuestra vida»4. Nos confrontan con la realidad paradojal de la alegría y el dolor.

La felicidad compromete la esencialidad de la vida. Por ello, a través de la historia las religiones y filosofías se han propuesto, desde sus luces y creencias, responder a las grandes interrogantes: ¿qué es la felicidad y cómo alcanzarla? Quizá una de las definiciones más atinadas fue propuesta por San Agustín de Hipona en su “Tratado sobre la Moral Cristiana”: «Todos deseamos vivir felices (…) La vida es feliz cuando se posee y se ama lo que es mejor para el hombre»5.

Contemporáneamente un grupo de pensadores manifestaba que la felicidad era «una convergencia de diversos factores: un don de las circunstancias familiares, una disposición que crece a lo largo del tiempo, la decisión de vivir generosamente, un estado de armonía interior con la intuición de que ésta nace de la decisión, tomada de por vida, de trascender el propio yo»6.

El escritor inglés G. K. Chesterton creía, correctamente, que las personas, a pesar de sus limitaciones, estaban convocadas a la felicidad: «Los hombres se han visto obligados a contentarse con pequeñas cosas, amargados siempre con las mayores. ¡Sin embargo, esta condición no es natural en el hombre! La persona es más humana, más semejante a sí misma, cuando su estado fundamental es la alegría y su estado superficial, la pena. La melancolía debiera ser un entreacto inocente, un tierno y fugitivo rapto del ánimo. Las alabanzas de la vida, en cambio, debieran ser el pulso constante de nuestras almas. El pesimismo debe ser como una tarde de fiesta emocional, y la alegría, como la labor tumultuosa por quien se alienta todo»7.

Es frecuente que las personas se desencaminen buscando la felicidad. Conocedor de las interioridades humanas, y autor, quizá, de la primera reflexión autobiográfica espiritual, las “Confesiones”, San Agustín destaca que el mayor tropiezo en la senda hacia la felicidad es el amor de lo pernicioso. Cuando se desea algo inconseguible, nocivo, se vive en un tormento. Obteniendo lo que no es deseable, acontece el engaño, la enfermedad espiritual y moral, y el distanciamiento de la virtud y de la paz.

Cotidianamente nos chocamos con actos que podrían generarnos un profundo escepticismo frente a la capacidad humana de alcanzar la felicidad. Oteando nuestro joven siglo XXI cuesta creer que podríamos alcanzarla. Basta revisar diariamente los medios noticiosos. Ellos nos tienen acostumbrados a una selección de injusticias y crueldades. En el mejor de los casos, a una cultura de la distracción. Reseñando un libro que estudiaba las atrocidades cometidas en nombre de ideologías deshumanizadas, así como la violencia que reaparece en los conflictos étnicos, religiosos y culturales, un pensador norteamericano lanzó la siguiente interrogante: «¿Podemos aceptar que son los “mejores” tiempos para las peores personas?»8 Es exacto hablar de un mundo en crisis, una civilización mercantil, hedonista y materialista, que intenta ofrecerse como portadora del futuro.

La mayor nostalgia es de aquello que se conoce apenas. Con la felicidad ocurre que, una vez avizorada, se la desea intensamente. El célebre poeta Paul Claudel escribió, recién recibido en la Iglesia católica: «Decidle a todos que su única obligación es la alegría». Claudel comprendía que toda persona vive una profunda paradoja: la vocación a la alegría. Pero, constantemente, uno se halla descontento, al punto de responder, posiblemente de primera impresión, a la interrogante crucial del Señor Jesús a los primeros discípulos: «¿Qué buscáis?» (Jn 1,38), ¡confort! ¡seguridad! ¡bienes! Ninguna de estas cosas es deleznable. El problema surge cuando estas posesiones se absolutizan como fines antes que medios. La persona vive en el tedio existencial porque suele confundir lo que es la felicidad, ambicionando sus reducciones alienadas: el placer, el tener y el poder.

El Beato Pablo VI describió una realidad sumamente actual: «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene y la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, y la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar»9.

Un profundo estudio sobre la felicidad y la fe cristiana, preparado por la Santa Sede, denunciaba las “contra bienaventuranzas modernas”: «Son muy evidentes. Su mensaje está presente en todas partes. Son felices los que tienen dinero ya que pueden adquirir todo cuanto desean. Son felices los fuertes, que tendrán la mejor parte. Son felices los que causan una buena impresión, porque serán admirados por todos»10.

Durante la mayor parte del siglo XX la felicidad fue abordada con escepticismo. Era considerada, a lo sumo, como una negación y una evasión de la realidad. Por lo general y con la mejor intención, la psicología y la psiquiatría se entregaron a sanar las mentes enfermas antes que mejorar las sanas. Pero, parece que ocurrió un cambio cuando un número creciente de facultativos intentaron «despojar a la felicidad de sus misterios»11. Ellos estaban convencidos de que «la felicidad podía ser aprendida y cultivada»12.

Pero aquellas formas de felicidad “recién redescubiertas” se estrellan contra el sufrimiento, “el interrogante de los interrogantes”, como lo llama el ensayista André Frossard. Estas “felicidades” se muestran insuficientes, por ejemplo, para explicar el dolor de los inocentes. El sufrimiento se les hace incómodo, negando su valor como opuesto a la felicidad. Como añade Frossard, tal actitud es una indignidad. ¿Acaso el Señor Jesús no sufrió y nos dijo que debíamos pasar por eso “para entrar en su gloria”? El sufrimiento que tanto incomoda a la cultura moderna «no espera que se lo llame, y no perdona a nadie. Llega cuando menos se lo espera; se desliza hasta en la felicidad cuya precariedad nos hace sentir»13.

El Señor evidenció la tensión entre la esperanza y la desventura. Por ello fue signo de contradicción para la cultura egoísta, materialista y hedonista, que se entremetía como un ideal de vida en los tiempos de su peregrinaje en Palestina. Esta actitud mantiene su “mordiente” en nuestra cultura. El Señor no vino a despojarnos de algo tan humano como el sufrimiento y la tristeza, sino a enseñarnos las condiciones para encararlas: fe, humildad, paciencia, esperanza, paz, renovación interior y reconciliación.

Jesucristo debió enfrentar el problema crucial del dolor y la congoja. A su manera los confrontó, primeramente, explicándolo con parábolas: «Si el grano de trigo muere, da mucho fruto» (Jn 12, 24). Jesús comprendía plenamente la dimensión del sufrimiento humano. Sabía que tenía que sufrir, pagando el precio de la pasión y la muerte en la cruz -el más salvaje martirio infringido a una persona-, para obrar la redención. La acción oblativa del Señor en el madero de la cruz «revela a la conciencia del hombre un nuevo significado del sufrimiento»14.

Lo que nos pide Jesús es un acto de confianza y generosidad. Uno de los pasajes más cuestionantes del Evangelio es el del “Joven Rico”, próspero también en buenas obras. Jesús le pide que renuncie a sus seguridades y que aprenda a descentrarse de sí mismo. El reto de confiar se hace demasiado difícil para este joven y el Señor se entristece (Mc 10, 20 y ss.).

Una de las perdurables lecciones de Jesús fue su propio existir. Su vida fue un sacramento de reconciliación, un sufrimiento transformador. Nos lo recuerda el Papa Francisco cuando propone un camino concreto hacia la felicidad. «Hacer el bien que yo pueda realizar (…) Salir al encuentro del otro, con la mano tendida como signo de ayuda». También practicar el servicio, «prontamente (…) Tanto el servicio como el encuentro requieren Salir de sí mismos: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona», subrayó Francisco. «Si nosotros aprendiéramos esto, es decir el servicio, y a salir al encuentro de los demás, cómo cambiaría el mundo»15.

Alfredo Garland Barrón

Artículo originalmente publicado por Centro de Estudios Católicos

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