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Made in Portugal: Las Mil y Una Noches: Volumen 3, El encantado

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Hilario J. Rodríguez - publicado el 17/06/16
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hay cosas que jamás deberíamos dejarnos robar: nuestros sueños.

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Hace años, durante la segunda edición de un festival de cine experimental y de autor que se celebraba en Vigo, acudí a un pase de Lock-out (1973, Antoni Padrós) en el que se contaba con la presencia de su director. La película comenzó veinte minutos después de la hora prevista porque los organizadores del certamen quisieron darle un margen mínimo al cineasta catalán, que había llamado para avisar de que se retrasaría. Pero como el tiempo pasaba y el público iba mostrándose cada vez más impaciente, las luces de la sala se apagaron y dio comienzo la proyección.

Fue luego, al terminar, cuando por fin apareció Antoni Padrós. Acababa de vender su coche para poder inscribir otra de sus películas (no recuerdo cuál) en un certamen francés y había venido a Vigo en un autobús que se había retrasado a causa de un pinchazo. No sé bien por qué me acaba de volver a la memoria la anécdota anterior mientras escribo estas líneas sobre la tercera parte de Las 1001 Noches.

Quizás porque me impactaron las palabras de Miguel Gomes en una entrevista, al describir cómo acabó el montaje casi el mismo día en que se cerraba el plazo para enviar películas al Festival de Cannes, donde la suya no fue aceptada en la sección competitiva y donde le ofrecieron Un Certain Regard a cambio, una oferta que rechazó porque en esa sección las tres partes se exhibirían una sola vez y seguidas,una detrás de otra. O sea que finalmente se pudo ver en la Quincena, en repetidas ocasiones y cada una de sus partes por separado.

Gomes, en la entrevista a la que me referí en la párrafo anterior, se preguntaba qué tipo de película tendría que hacer en el futuro para que de una vez lo admitiesen a competición en Cannes. Para él, difícilmente volverá a realizar nada de las dimensiones de Las 1001 Noches. Ha tenido el mayor presupuesto de su carrera, aunque eso apenas significase nada porque los productores, con el paso del tiempo y viendo cómo un metraje provisional crecía y crecía (hasta llegar a más de nuevo horas), decidieron poner puto y final coincidiendo con el último euro presupuesto, que a Gomes lo cogió a mitad de rodaje de una historia basada en un hecho real, sobre un cura que después de enterarse de que su diócesis le había estado robando un porcentaje de su salario, pintó graffitis en la iglesia donde oficiaba misa y comenzó a poner canciones de heavy metal entre el repertorio que normalmente cantaban sus feligreses. Por desgracia, nos quedaremos sin saber dónde desembocaba la historia y en cuál de las tres partes habría acabado. El proyecto torrencial se acabó de pronto.

Al principio de A aventura do cinema português, Luís Pina dice que “en Portugal hacer cine, vivir del cine o participar en cualquier actividad cinematográfica es una aventura, una aventura porque todo es precario, incompleto, frágil e inseguro en este sector de la vida nacional».

Lo cierto es que durante décadas hacer cine en nuestro vecino país fue casi un acto heroico. Quienes conseguían rodar una película vivían a merced de la incertidumbre, sin saber si luego serían capaces de continuar con sus carreras. Buena prueba de ello es la accidentada filmografía de Manoel de Oliveira, que, además de un puñado de documentales de corta duración en la mayoría de los casos, entre 1931 y 1971 sólo dirigió tres películas. Ahora esa precariedad ya no es tan grande pero sigue condicionando muchos proyectos.

En esta tercera parte, primero entramos en la «antigüedad del tiempo», donde Scherezade (Cristina Alfaiate) sufre también una crisis similar a la de Miguel Gomes al comienzo de la película, cuando se mostraba indeciso sobre cómo rodar una película sobre las consecuencias del rescate económico y las medidas de austeridad en Portugal. Scherezade, quizás insegura, necesita probar si sus métodos narrativos de seducción son buenos y para ello necesita contraponerlos a métodos de seducción más rudimentarios y ortodoxos, como un número de break dance que alguien baila para ella, varias miradas provocativas que le lanzan y que se malogran cuando un seductor profesional abre la boca (para decirle que quiere tener un hijo con ella), y un guitarrista que la invita a cantar una versión de Perfidia.

Al igual que el resto de esta tercera parte, con los preparativos para el concurso de trinos de pájaro, Miguel Gomes deja que su vena caricaturesca se mida con la vena caricaturesca de la propia vida, para ver dónde desembocan ambas. Él sabe que muchas de las novelas, relatos o conjuntos de relatos que nos representan en el contexto de la cultura universal (sin ir más lejos, Las 1001 Noches) se cuentan como un tebeo pero se leen como algo más.

Eso sucede, especialmente, con obras que no temen medirse con los hechos reales en los que se basan o en general con las posibles versiones que pueda generar la vida a partir de ellas, porque de la misma manera que una narración puede emanar de la realidad, la realidad puede emanar de una narración. Vladimir Nabokov decía que toda obra con pretensiones de sobrevivir al paso del tiempo debía aspirar a convertirse en una fábula o en una caricatura.

Muchos espectadores ven los cartoons del Coyote y el Correcaminos o los del Bugs Bunny y el Pato Lucas como entretenimientos pero también como una despiadada visión de Estados Unidos, del consumismo, la fama, la egolatría, la irresponsabilidad, el odio, la envidia… Posiblemente la ambición de Miguel Gomes.

Sin embargo, Scherezade en esta tercera parte tiene varios encuentros caricaturescos pero su actitud es profundamente escéptica, como si dudase sobre el estatus de las historias y su capacidad para seguir aplazando lo peor (su muerte), como sucede en en libro Las 1001 Noches. «Sólo el miedo nos anima a narrar, para aceptar que en algún momento del futuro puede que aparezcan todos los muertos del pasado y lo reclamen como suyo», dice mientras está en la noria con su padre, poco antes de regresar al palacio para seguir contando las historias que hasta entonces la han mantenido con vida.

Gomes acaba la trilogía con la parte más extensa y misteriosa: «El embriagante canto de los pinzones». Digo extensa y misteriosa quizás porque es la única casi enteramente documental, poniendo de manifiesto que la realidad en los tiempos que corren puede convertirse en un asunto de lo más extraño. Un grupo de ex convictos, parados, mendigos y otros marginados sociales recorren los bosques en busca de pájaros, los escuchan con mucha atención (hasta descomponer las diferentes texturas de sus cantos) y luego los llevan a sus casas para adiestrarlos hasta la celebración de un concurso nacional, en el que uno de estos entrenadores furtivos puede desmayarse (de manera literal) al escuchar a su contendiente desplegar más gamas musicales de las había oído hasta ese momento.

Mercedes Álvarez sugería en Mercado de futuros (2011) que el capitalismo comercia con nuestros sueños, con el lenguaje y con el futuro. Miguel Gomes en Las 1001 Noches nos recuerda que nada es lo que parece, ni siquiera la realidad (o la realidad menos que cualquier otra cosa), y que sólo con chifladuras colectivas (poéticas y maravillosas) como la que nos muestran los adiestradores de pájaros al final de la película, es posible que recuperemos la conciencia de que, pese a todos los engaños en los que podamos caer y a todo cuanto podamos perder, hay cosas que jamás deberíamos dejarnos robar: nuestros sueños.

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