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¿Te sientes indigno de ser amado?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/06/16

Mi discapacidad me duele y me enferma hasta que descubro el amor de Dios en ella

Lo propio del amor es involucrarse. Tocar a la persona. Sanar sus heridas. Compadecerse y ser tocado por el que nos ama.

Una persona rezaba: “Siento que me pides que comparta un poco de la cruz de la gente que me pones en el camino. Casi siempre me pasa que, cuando alguna persona me cuenta un problema o su dolor, soy capaz de sentirlo como si fuera mío. Enséñame a acoger al que más te necesita”.

Si juzgo desde lejos a las personas, no me involucro con ellas, no las amo en realidad, no me interesa lo que les pasa.

Es fácil la condena en la distancia porque me permite seguir seguro en mi comodidad. Hay personas que juzgan con rapidez sin conocer a quien juzgan.

El juicio cambia cuando conozco el corazón. El amor hace que ya no vea lo malo que antes condenaba con rapidez. La proximidad que provoca el amor ayuda a ver la belleza de la persona.

Cuando, estando roto, he sido amado hasta el extremo, sólo puedo devolver todo el amor del mundo. Ese mismo amor que he recibido. Cuando vivo todo como gratuidad me vuelvo más generoso, más alegre, más puro.

Pero cuando pienso que el mundo y Dios me deben algo, cuando paso por la vida exigiendo que me den, que me amen, que me acepten, cuando creo que mi vida es injusta y que no tengo todo lo que merezco… entonces el corazón se encoge, se enfría, se endurece. Me vuelvo huraño y esquivo.

Y soy incapaz de amar. Al contrario, juzgo a los demás en sus intenciones. Critico y condeno. Veo la vida de los hombres llena de pecado. No doy amor porque no veo el amor en mi propio corazón. No me rompo por nadie porque creo que nadie antes se ha roto por mí.

El amor recibido nos hace salir de nosotros mismos y comenzar a amar.

Comenta el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia: “Mientras el amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el propio yo. Quien ama, no sólo evita hablar demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro”.

Cuando recibo odio y rechazo me encierro en mi miseria y egoísmo. Cuando recibo amor y perdón, me vuelvo generoso, alegre y comprensivo. El amor gratuito me hace comprender que valgo mucho.

Un hombre llamado Tim Guenard recibió mucho odio a lo largo de su vida, padeció el desprecio. Cometió errores. Sintió el odio. No supo amarse en su debilidad. Así habla:

En la vida se cometen errores y hay que tomar riesgos. Pero Dios no nos quiere menos. Somos nosotros los que nos queremos menos. Un día comprendí que mi peor prisión era mi odio y mi propia historia. Perdonar es darse el derecho a existir. Si quieres elevarte, tienes que soltar lastre. La vida está llena de cosas feas, pero yo me fijo en las cosas hermosas”.

Este hombre tan herido, experimentó en un momento de su historia la misericordia de los hombres y de Dios, y aprendió a quererse a sí mismo.

El amor que recibimos nos hace comprender que somos mucho mejores de lo que pensábamos. Nos hace más capaces de amar. Nos ayuda a querernos más y a aceptar nuestras debilidades.

El amor recibido es lo que me salva. Me saca de mi cerrazón. Me hace amar mi vida con sus debilidades, tal y como es. No dejo de tener defectos. Algunos con el tiempo se acentúan. Pero aprendo a querer mi miseria porque Dios la quiere.

En lugar de sentirme inferior, me miro con alegría, valoro mi belleza. Aprendo a vivir cojo, minusválido, pero enamorado de mi vida.

El otro día vi un video de un niño al que le faltaba una pierna. Estaba encerrado en su casa con un juego de ordenador con las ventanas cerradas. Llega su madre y le regala un perro al que le falta una pata.

Al ver la misma discapacidad que él sufría desprecia el regalo, aparta al perro con desdén. Pero poco a poco el amor del animal rompe la coraza de su corazón. El amor que recibe le lleva a aceptar y besar su propia discapacidad en el animal.

Cuando soy amado estando roto, siendo frágil, habiendo cometido el mal, ese amor me sana. Ese amor incondicional me hace capaz de levantar de nuevo el vuelo. Logro así vivir roto pero dando amor. Herido pero sanando a otros.

¿Cuál es esa discapacidad mía que me cuesta aceptar y besar? ¿Dónde está ese pecado mío que no acabo de perdonar y amar? Ese pecado por el que tantos me juzgan. Esa debilidad de la que tantos se ríen.

Mi discapacidad me duele, me enferma, me vuelve egoísta. Hasta que descubro el amor de Dios en ella y todo cambia. Jesús me ama estando enfermo y discapacitado. Me quiere porque conoce la pureza de mi corazón aunque a mí mismo mi vida me parezca impura.

No me siento digno de su amor. Creo, no con el corazón, sino con la cabeza, que necesito juntar muchos méritos para recibir un amor merecido. Si sólo tengo fracasos y defectos no veo el motivo por el que Dios pueda alegrarse. Es como si de nada valiese mi vida de entrega.

Pero Dios me ama con un amor incondicional. Y es precisamente ese amor incondicional el que me sana de verdad, el que me hace mejor persona, más capaz para el amor.

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