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Summer Camp: Juego de (no tan) niños

Tonio L. Alarcón - publicado el 13/06/16

El guionista y productor Alberto Marini debuta en la dirección con un acercamiento juguetón y muy atrevido al género terrorífico

Ha sido, precisamente, la abundancia de certámenes especializados en terror y fantástico en España lo que ha hecho más evidente hasta qué punto el género nacional ha ido reduciendo su presencia en los últimos años. Sigue habiendo, por supuesto, francotiradores, así como sorpresas maravillosas para el aficionado –sólo así puede calificarse la buena acogida a un producto tan atípico como El Ministerio del Tiempo–, pero la realidad es que la presencia en las carteleras de fantaterror español es, a día de hoy, meramente testimonial, muchas veces anecdótica.

Salvo ciertos autores que siguen conservando cierto tirón mediático –pienso, sobre todo, en nombres como Álex de la Iglesia, Jaume Balagueró, Alejandro Amenábar o J.A. Bayona–, en general al público español ha dejado de interesarle su visión propia del género.

La cuestión es ¿había realmente una visión propia del terror en España? Me permito ponerlo en duda. Cierto es que había un amplio ramillete de autores con un acercamiento personal al género –además de un grupo de técnicos lo bastante buenos como para darle a las películas un acabado industrial mucho mejor que el de generaciones anteriores–, pero la realidad es que, salvo influencias puntuales, no existía una noción cohesionada del fantástico.

Se podía hablar, en todo caso, de un amplio muestrario de miradas que, si bien compartían frescura y cierto descaro, en cambio no tenían tantas características comunes como, por hablar de movimientos recientes, el cine extremo francés, el splat pack o el mumblegore.

El rasgo común más extendido responde, en realidad, a una cuestión puramente generacional, compartida con autores de otros países: la influencia del cine de terror estadounidense de los 70 y los 80, que, merced a la globalización cultural, resulta más definitoria que anteriores acercamientos autóctonos al género.

Desde esa perspectiva, Summer Camp surge como una auténtica anomalía. No solamente porque su director, Alberto Marini, se haya lanzado a rodar su ópera prima en un momento en el que el público le ha dado la espalda al terror español, sino sobre todo porque –mano a mano con su coguionista, Danielle Schleif– ha construido un relato que constantemente reniega de los referentes de los que en teoría parte, retorciéndolos, jugueteando con ellos, para ofrecer una ficción que, como sus propios protagonistas, muta una y otra vez.

Si en su (perverso) guión para Mientras duermes, Marini buscaba incomodar al espectador, colocarlo constantemente en una posición moral, como mínimo, inquietante, aquí busca que el aficionado al terror se adelante a los acontecimientos, que intente prever su desarrollo, para así pillarle desprevenido con sus constantes giros de la trama.

El hecho de que sus cuatro protagonistas, Will (Diego Boneta), Christy (Jocelin Donahue), Michelle (Mairara Walsh) y Antonio (Andrés Velencoso), no pasen del mero esbozo dramático –algo que, por desgracia, ninguno de los actores demuestra ser capaz de compensar a través de su interpretación– responde, en ese sentido, a su naturaleza de piezas del mecanismo narrativo global: lo que Marini le ofrece al espectador que acepta sus reglas –o más bien, la ausencia de ellas– es una juguetona exploración del género que desnuda sus mecanismos internos, los deja al aire, para subrayar la artificialidad de las sendas marcadas por obras previas.

Y lo que todavía es más importante: impide al espectador empatizar con ninguno de los personajes –todos ellos insufribles, y capaces, además, de auténticas barbaridades incluso cuando no están transformados en monstruos rabiosos–, obligándole a dejarse llevar, simplemente, por la acción y la inercia argumental.

Se agradece, desde luego, una incursión tan honesta en el género como la que supone Summer Camp. Pero todavía se agradece más frente a un panorama tan oscuro como el del fantástico español, que no ha sabido –o no ha querido– crear un tejido industrial lo suficientemente fuerte como para, al ver acercarse la inevitable crisis, intentar reinventarse, buscar una mirada fresca para no perder el interés del público. Y para eso habrían hecho falta más actitudes provocadoras, rompedoras, como la de Marini, y no tantas imitaciones y/o derivaciones de El orfanato.

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