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K-19: el “homo sovieticus” dando la vida por el bien común

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 02/06/16
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Kathryn Bigelow tiene un modo de mirar minucioso, básicamente atento a las emociones y profundamente revelador

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A Kathryn Bigelow ya le habíamos visto otras películas en los ochenta y en los noventa: Los viajeros de la noche (1987) -una de las películas más originales de vampiros que jamás haya visto, pues habla metafóricamente más de la pandemia del SIDA que de otra cosa-; o la recientemente adaptada Le llaman Bodhi (1991) -que tiene altarcillo propio en una secreta habitación del interior de todos los que en aquellos tiempos éramos adolescentes con cuerpos a reventar de hormonas y nos debatíamos entre Keanu Reeves y el ya difunto Patrick Swayze.

Sin embargo, la coronación de Bigelow llegó con su En tierra hostil (2008), que ganó la friolera de 6 Oscars, entre ellos el de mejor película y dirección, convirtiéndose ella en la primera mujer que ganaba ese premio de la academia, venciendo en la contienda, para más inri, a David Cameron, con quien había estado casada, que aspiraba a las mismas estatuillas con Avatar (2009), en la que se había gastado 150 millones de dólares más que su exmujer, que solo había gastado 7.

Dicho todo esto, Kathryn Bigelow ya apuntaba valores en K-19 (2002), que aquí nos ocupa. En cierto sentido, en ella hacía algo parecido a lo que después hizo con En tierra hostil: cogía un entorno histórico y bélico, pero no se centraba en el análisis político, ideológico o geo-estratégico del momento, sino en la experiencia psicológica de la experiencia vivida y en lo que el contagio de esta pudiese mover a entender. Es un modo de mirar minucioso, básicamente atento a las emociones y profundamente revelador, que este año se le ha reconocido también a Svetlana Aleksievich con el Nobel de Literatura.

El hecho real en el que se fundamenta el relato es especialmente dramático. A principios de los años sesenta, en plena Guerra Fría, la URSS empieza a acusar su retraso en la carrera armamentística y necesita exhibir músculo a fin de no ser descartada como actor principal en el escenario geo-político.

El socialismo soviético se muestra incapaz de competir económicamente con el modelo capitalista de los Estados Unidos y Occidente, pero no quiere admitirlo públicamente y decide construir a toda prisa y de cualquier manera un submarino nuclear capaz de lanzar misiles balísticos con cabezas atómicas desde cualquier lugar del globo, destruyendo así grandes ciudades occidentales antes de poder ser siquiera detectado por el enemigo.

El resultado fue el K-19, que consiguió hacerse a la mar en 1961 tras casi tres años de trabajos a contrarreloj en los hubo numerosos accidentes y muertes (de ahí el subtítulo del filme en inglés: “the widowmaker” o hacedor de viudas). Algunos los atribuyeron a que era un proyecto gafe, otros, quizás más realistas, entendieron las sucesivas fatalidades como el resultado de que los tiempos no los marcaran los ingenieros sino los políticos.

Los dos protagonistas de la película son los dos militares interpretados por sendos actorazos: el que en un principio se nos presenta como ideológico y capaz de cualquier sacrificio en pos del partido, el capitán Alexei Vostrikov (Harrison Ford), que ha substituido al mando y relegado a segundo de a bordo a Mikhail Polenin (Liam Nesson), que, según consideración de los comisarios políticos, se preocupa demasiado de la vida de su tripulación.

En el ambiente claustrofóbico de la inmersión, la tensión entre las ideas y la realidad va incrementándose a medida que avanza la misión, hasta que los acontecimientos convierten el casco de la embarcación en una especie de olla express de ene toneladas. Debido a defectos en la apresurada fabricación del barco, el sistema de refrigeración de uno de los reactores falla y la temperatura del núcleo se dispara acercándose peligrosamente al punto de fusión, pudiéndose convertir el propio submarino en una especie de bomba nuclear.

Los dilemas morales y políticos se suceden y disparan al son del tictac. El partido no admitiría una traición a la patria. Una explosión nuclear cerca de barcos americanos podría desencadenar la tercera guerra mundial. Intentar arreglar la avería supondría probablemente una grave contaminación de los que entrasen en la sala del reactor, donde la fuga radioactiva probablemente es letal para los humanos. Etc.

Es bonito ver cómo los dos capitanes, que han sido polos opuestos durante todo el metraje, se unen para abordar el momento de mayor responsabilidad. El único modo de ser hombres es la épica: en eso se ponen todos de acuerdo. Deciden sumergirse e intentar la reparación suicida con irrisorios trajes de protección.

Al final, asistimos a cómo el destino de las naciones se puede jugar en una pequeña habitación de metal en la que el “homo sovieticus” -tal y como lo ha bautizado la mencionada premio Nobel de literatura- demuestra que no ha sido devorado por el materialismo y que es capaz de dar la vida por el bien común, que, como decía Santo Tomás de Aquino, es “el más divino de los bienes”.

No perdérsela.

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