No quiero volver a estar solo en medio de mi dolor…Hay un grito callado en el alma del hombre. Un grito que resuena con fuerza en el silencio de su corazón. Es el deseo más humano, más fuerte, más hondo. Se expresa en pocas palabras: “No quiero estar solo”.
El corazón del hombre no quiere que Dios lo deje solo. No quiero que los hombres me dejen solo. No quiero quedarme sin aquellos a los que amo. No quiero una soledad sin voces, sin presencia, sin ayuda. Una soledad dura, agotadora.
Sé que la soledad es fecunda cuando es un tiempo que Dios me regala para crecer en interioridad, para navegar con soltura por mi alma. La soledad es fecunda cuando en ella descubro las huellas de Dios y me encuentro conmigo mismo, en lo más hondo de mi corazón. Y el alma se hace más profunda, cuando me alejo de la superficie que me encandila.
Lo sé, la soledad en sí misma no es mala. Pero no quiero estar solo, no quiero no amar, no quiero no ser amado. No quiero una soledad llena de pobreza espiritual y carente de amor. Una soledad árida y vacía. No quiero una soledad en la que no se ama.
Hay mucha gente sola a mi alrededor. Muchas personas que no son amadas y no aman. Que están rotas en su camino. Que llegan llenas de rencor y amargura. Con la herida profunda de una soledad muy dura. De una soledad de abandono. De una soledad no buscada, no deseada, infecunda.
Hay muchas heridas, hondas y profundas en el hombre de hoy. El corazón no quiere estar solo. En la película Ahora y siempre la protagonista, una adolescente enferma de cáncer, le enumera a su novio su lista de sueños: “Un largo viaje en tren, vivir en un hostal, una cuenta de ahorros común, escucharte roncar años y años, ir a las reuniones de padres, que nuestro hijo sea un genio”. Y al final acaba con este sueño: “Estar contigo, estar contigo, estar contigo, sólo estar contigo”.
Sólo deseaba estar con él todos los días de vida que le quedaban. No quería estar sola sin aquel que le daba sentido a su corta vida. Temía el dolor de su enfermedad y la muerte: “Deseo que estés conmigo, que me abraces, que me sigas amando, que cuando tenga miedo me ayudes. Que me cojas de la mano hasta el final”.
No quiero estar solo en mi cruz. No quiero estar sin las personas que me aman cuando no tenga dónde agarrarme. Necesito un asidero, un sostén. Necesito una compañía, no vale cualquier compañía.
Una persona rezaba: “María, sabes más que nadie de mi soledad. Es muy real en mí y a veces duele. María ¿cómo lo hiciste todo el tiempo sin pensar en ti? Es lo que yo quiero hacer. Intentaré no quejarme de mi soledad. Me gustaría vivir esa soledad como privilegio de unión contigo. Acompáñame en esa soledad”.
El grito del alma no pide cualquier compañía, cualquier cercanía. Quiere la proximidad del que me ama. La proximidad de aquel al que amo. Y todo porque me hago consciente de mi fragilidad, de mi pobreza.
Una persona rezaba: “Es cierto a veces tengo miedo de ser demasiado frágil, demasiado humano, demasiada de carne. Gracias, Jesús, por sostener mi vida. Por hacerme frágil en un mundo frágil. Por hacerme de carne en un mundo de carne. Y por darme un anhelo de infinito que me hace apasionarme por la vida”.
Experimento mi debilidad. Tal vez mi incapacidad para mantenerme fiel en esos momentos duros de la vida. Cuando la propia carne se muestre frágil. Cuando la soledad me duela en la piel. Por la pérdida. Por el rechazo. Por el juicio.
Temo la soledad de la condena. Es tan fácil ser abandonado en mi suerte… Es tan fácil olvidarme de todo lo que puedo llegar a dar si no me cierro, si no me hundo en el dolor de mi vida.
El otro día leía: “Podemos vivir nuestras angustias y heridas replegados sobre nosotros mismos. Es legítimo hacerlo. Hasta podrá suceder que esas inquietudes y heridas sean a veces tan intensas o dolorosas que me resulte imposible levantar la mirada de ellas y tener otro pensamiento que no sea el librarme de ellas. El deseo de curarse, el anhelo de estar bien es irreprochable. Hay muchas angustias que son incurables. Es mejor saberlo”[1].
Mi angustia me puede aislar. Me puede incapacitar para el amor, para alzar la mirada más allá de mi dolor. Me repliego en ese miedo que tengo a sufrir. El miedo a una soledad en la que no se ama.
No quiero esa soledad infecunda. No quiero esa soledad del abandono. No quiero volver a estar solo en medio de mi dolor. No quiero perder el rumbo y quedarme solo en mitad de mi tormenta.
Puedo caminar y confiar con el dolor grabado en el alma. Puedo ser fiel en medio de mi angustia. Puedo hacerlo si otros creen en mí. Sé que puedo hacerlo sólo si me sé profundamente amado.
[1] Stefano Guarinelli, El sacerdote inmaduro, 78