Una mirada a los orígenes de algunos hábitos y por qué podrían ser necesarios o no en una comunidad
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En las redes sociales, el tema de las religiosas y las hermanas, y quiénes son “auténticas” puede llegar agitar mucho a la gente. Algunos insisten en que la única monja “verdadera” es la que lleva hábito, otros en que las “verdaderas” monjas son las que dejan el hábito y toman un compromiso total con el mundo, los tiempos y las modas.
La verdad es que en algún punto intermedio, la auténtica vida religiosa debe tener en sí elementos de comunión, devoción y contemplación para promover la fuerza en la comunidad, pero debe también estar en sintonía con los tiempos si un grupo quiere hacer un verdadero servicio a la Iglesia.
Dejando de lado las órdenes monásticas -porque el monaquismo es muy distinto de la vida religiosa apostólica-, vale la pena analizar, de manera general, cómo se formaron la mayor parte de las órdenes religiosas femeninas (no todas) y cómo sus comunidades se desarrollaron a nivel espiritual y social.
En general una orden religiosa nace de una necesidad específica. Las Hermanitas de los Pobres se desarrollaron a través de la simple acción de una mujer francesa, santa Jeanne Jugan, que vio a una pobre mujer anciana por la calle y la llevó a su casa. Jugan vio enseguida que los ancianos pobres eran descuidados y decidió actuar, marcando la diferencia.
De manera similar, santa Thérèse Couderc, fundadora de las Hermanas del Cenáculo, vio a unas peregrinas que necesitaban hospedaje seguro, educación y dirección espiritual y entró en acción.
Tanto las Hermanitas de los Pobres como las Hermanas del Cenáculo fueron fundadas por mujeres francesas que respondieron al impulso del amor y del Espíritu Santo.
Mientras perseguían su llamada, otras mujeres pidieron unirse a ellas y compartir la obra que llevaban a cabo.
Ambas órdenes evolucionaron a un modelo “contemplativo/activo” que se volvió la norma para las órdenes religiosas “activas”: las mujeres trabajaban “fuera”, en público –entre y al servicio del laicado-, pero más allá de este trabajo se separaban, viviendo y orando juntas como comunidad, con la misa diaria y una cierta cantidad de oraciones litúrgicas, silencio y recreación.
La idea era que para sostener sus ministerios, que no eran simples, las monjas tenían necesidad de la estabilidad de un lugar en donde vivir y de oportunidad de “alivio” tanto individual como comunitario.
Tomar los votos estabilizaba ulteriormente a las comunidades –sabían qué personas estarían en sus filas, cuáles eran sus dones y dónde serían más útiles-, y las órdenes apostólicas femeninas florecieron, sobretodo del siglo XIX al XX, cuando la Iglesia postbélica parecía rica en vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa.
La revolución social y sexual de los años setenta, combinada con el Concilio Vaticano II, que pretendía abrir las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco y se topó frente a un torbellino, aportó cambios en el modelo contemplativo/activo.
Las oportunidades de carrera se ampliaron y la anticoncepción artificial “liberó” a las mujeres, y el número de ellas que tomaban en consideración la vida religiosa se desmoronó.
Las mujeres religiosas leyeron los documentos conciliares, en particular, la Gaudium et Spes y la Lumen Gentium, y encontraron una llamada a una ulterior evolución y a una definición de la vida religiosa, que implicaba, entre otras cosas, un compromiso más amplio con el pueblo de Dios y un regreso a las raíces de sus carismas.
Un documento conciliar que se menciona poco cuando se habla de la cuestión de los hábitos religiosos es el decreto sobre la renovación de la vida religiosa Perfectae Caritatis, que aconsejaba adaptar los hábitos religiosos de manera práctica.
“El hábito religioso, como signo que es de la consagración, sea sencillo y modesto, pobre a la par que decente, que se adapte también a las exigencias de la salud y a las circunstancias de tiempo y lugar y se acomode a las necesidades del ministerio. El hábito, tanto de hombres como de mujeres, que no se ajuste a estas normas, debe ser modificado”. (17)
El decreto no decía abandonar el hábito; dejaba a cada comunidad la tarea de interpretar su misión y establecer, como consecuencia, las normas relativas al vestuario.
Para algunos esto significaba abandonar el hábito, que se había vuelto un reflejo anacrónico de lo que había sido el guardaropa “ordinario” de una fundadora.
Como me explicó una vez una Hermana del Cenáculo, el velo de pliegues y la capucha que llevaban hasta la mitad de los años sesenta no tenía nada que ver con la “custodia de los ojos” como algunos podrían imaginar, sino que era simplemente un reflejo tradicional de lo que llevaba Couderc y sus contemporáneas seculares.
Sus capas púrpura habían sido diseñados no pensando en la penitencia, sino en la abundante flora local de Lalouves que permitía fabricar muchos tejidos de ese color.
Para estas monjas, cuyo carisma concierne a la oferta de retiros, la hospitalidad y la dirección espiritual, tenía sentido abandonar una vestimenta tan fuera de moda, y que parecía pretenciosa considerando el trabajo que debían llevar a cabo.
Con pocas excepciones, la mayor parte de estas monjas fue identificada por la gran cruz dorada que llevaban como broche o dije.
También las Hermanitas de los Pobres al inicio llevaban la vestimenta de su fundadora, y con las recomendaciones del Concilio repensaron su hábito.
Su carisma preveía la asistencia a los ancianos indigentes. Y además de los votos ordinarios de pobreza, castidad y obediencia, hacen uno de hospitalidad.
Reciben, alimentan y aman a personas que a menudo son ignoradas y olvidadas por la familia y los amigos.
Las monjas han continuado la consigna de santa Jeanne Jugan de encomendarse a la Providencia para todas sus necesidades, y así son mendicantes cada día.
Para ellas un hábito modificado tiene mucho sentido: facilita el reconocimiento por parte de sus huéspedes más ancianos, que a veces se pueden confundir, y cuando piden limosna están literalmente llevando sus propias credenciales y se vuelven fácilmente “recordadas” y distinguidas para los comerciantes y emprendedores a quienes se dirigen.
Si se puede sostener la necesidad de un testimonio visible gracias al hábito, las Hermanas del Cenáculo y las Hermanitas de los Pobres encarnan el gran “sea/es” del catolicismo, ofreciendo un servicio vital a la Iglesia, y al mundo.
Sugerir que un grupo sea “liberal” mientras el otro es “conservador” es disminuir la obra importante que llevan a cabo endosando etiquetas políticas que no hacen otra cosa que dividir y distorsionar.
No existen mujeres “liberales” o “conservadoras”: existen mujeres católicas. Su decisión de llevar o no un hábito es considerada con atención y habla de su espiritualidad y su carisma, y no siempre de manera obvia, por lo cual, juzgarlas es tonto y a veces poco caritativo.
Ninguna de las comunidades sirve exclusivamente a los católicos, porque ambas al final han extendido su acción incluyendo a personas no católicas, encarnándose así el mandamiento de Cristo de amar a Dios con toda el alma, con todo el corazón y con toda la mente, y hacer lo que quisiéramos que hicieran con nosotros.
Es interesante que las fundadoras de ambas órdenes se hayan encontrado tras bastidores cuando sus comunidades comenzaron a desarrollarse.
Mientras la política y los privilegios humanos se introducían en las cuestiones relativas al liderazgo –como siempre sucede-, tanto Jugan como Couder fueron relegadas a posiciones inferiores y más humildes dentro de sus comunidades, y ahí permanecieron.
Ambas lo aceptaron con una gracia y humildad sorprendentes, creyendo que la obra era más importante que ellas.
Y hoy figuran las dos en una lista exclusiva, mientras las estrellas fugaces que las apartaron simplemente desaparecieron. Y en esto quizá hay una lección para todos nosotros.