Convertida en piedra angular de la apuesta superheroica del canal The CW, la serie ha tenido que convivir con la presión de plantear algo diferente
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Su naturaleza de segunda incorporación al universo televisivo conocido entre los aficionados como Arrowverse –y formado por las series producidas por el canal The CW que giran en torno al mundo superheroico generado a partir de Arrow– convierte a The Flash en un modelo de pruebas privilegiado para el equipo creativo encabezado por Greg Berlanti y Andrew Kreisberg.
Si, al menos inicialmente, su relectura de las aventuras de Oliver Queen bebía de la circunspección del Batman de Christopher Nolan, con su acercamiento a Barry Allen (Grant Gustin) empezaron a experimentar con un relato de superhéroes más luminoso, si se quiere más clásico –no era difícil intuir, en la primera temporada de la serie, la influencia de Peter Parker en el dibujo del protagonista–, que ha acabado convirtiéndose, debido a su buena acogida, en el estándar de la productora: no hay más que ver el tono optimista, incluso pop, de su creación más reciente, Supergirl.
Eso colocaba sobre la segunda temporada de The Flash una doble presión: primero, la de ejercer de punto de apoyo para el resto de propuestas de Berlanti/Kreisberg –no solo ha habido crossovers con Arrow y Legends of Tomorrow, sino que el personaje también se asomó a Supergirl–, y segundo, la de superar las expectativas planteadas por la (espléndida) primera tanda de episodios, ofreciéndole al espectador un giro narrativo estimulante, una propuesta distinta respetando las líneas básicas previamente establecidas.
Y son, precisamente, esas fuerzas opuestas, que en algunos momentos han movido al producto en direcciones bien distintas –el mejor ejemplo está en los capítulos que sirvieron de presentación de Legends of Tomorrow, auténticas losas sobre el ritmo interno de la temporada–, las que ha impedido que brille tanto como debería.
La idea de plantear la presencia de una Tierra-2 y, por lo tanto, la existencia del multiverso –concepto intrínseco al universo superheroico de DC Comics–, ha servido, por un lado, para disparar las posibilidades narrativas del Arrowverse, permitiendo la (co)existencia de versiones distintas de los mismos personajes.
Pero lo más interesante es que ha planteado sobre la nueva tanda de episodios una cierta sensación de rima, de repetición argumental y temática –la reaparición de Harrison Wells (Tom Cavanagh), la introducción de un nuevo villano velocista, Zoom…–, con la intención de explorar el proceso de maduración de un Barry Allen obligado a asumir la responsabilidad de su naturaleza de superhéroe. Algo que ponían sobre la mesa, de formas muy distintas, los dos episodios en los que el personaje de Gustin se ha vuelto a cruzar con sendas encarnaciones de su archienemigo Eobard Thawne (Matt Letscher), “The Reverse-Flash Returns” y “Flash Back”, y en las que no tenía más remedio que ceder, e incluso dejarse vencer por él, para resolver el auténtico dilema de fondo.
Y es que el principal atractivo de The Flash está en la libertad que los showrunners están empezando a mostrar a la hora de construir la narración de los episodios: no solamente se han atrevido a cruzar la historia con la de la primera temporada –como en los episodios antes mencionados, que ponen sobre la mesa una complejidad en el desarrollo de la trama que recuerda, con todas sus diferencias, al Doctor Who de Steven Moffat–, sino también a saltar a Tierra-2 para enfrentar a sus protagonistas con un presente alternativo muy deudor, eso sí, del universo paralelo de Fringe… Si bien se echa en falta, hay que reconocerlo, el nivel de jugueteo con el relato que se producía en el díptico “Out of Time/”Rogue Time” de la primera temporada.
Si se puede decir que aquélla giraba en torno a la exploración de Barry del significado de su naturaleza de superhéroe, en cambio, esta segunda se centra, sobre todo, en la idea de la pérdida y de la aceptación de la misma como algo intrínseco a la naturaleza humana.
Como plantea el episodio 21 de la temporada, “The Runaway Dinosaur”, el asesinato de su madre Nora (Michelle Harrison) es, a la vez, la chispa que le impele a ayudar a los demás, a ser quien es, pero también lo que le frena a la hora de enfrentarse a sus enemigos, lastrado por su propio complejo de culpabilidad. Una limitación que contrasta con el temperamento psicótico, antisocial, del antagonista de la temporada, Zoom, concebido, esta vez sí, como un auténtico doppelgänger, prácticamente una imagen especular, del personaje principal: de ahí que su enfrentamiento climático tenga algo de freudiano, de psicoanalítico.