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CINE Y VALORES Into the Woods: Cuidado con los cuentos de niños

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Jorge Martínez Lucena - publicado el 18/05/16
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Una moraleja sobre los deseos, la responsabilidad y el bien común

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Cuando estrenaron Into the Woods (2014) algunos se enfadaron. La tacharon de ser un nuevo pastiche posmoderno, lioso y desnortado. A mí me parece esencialmente atrevida y deliciosa, además de afilada en su moraleja, absolutamente indisociable de los tiempos que vivimos.

Todo empieza como lo que es, un musical de Broadway adaptado a la gran pantalla por Rob Marshall, versado ya en cine infanto-juvenil con Annie (1999) y en el cabaret cinematográfico con Chicago (2002). En el arranque vemos el despegue de muchos cuentos tradicionales que se entrecruzan con maestría: Cenicienta, Caperucita Roja, Jack y las habichuelas mágicas y Rapunzel. Todos unidos por la bisagra de una historia nueva, la del panadero y su mujer que quieren tener un hijo y no pueden.

A la voz de “I wish”, todos los personajes plantean lo que desean, y, con ello, el conflicto de su cuento. Se adentran en la espesura del bosque persiguiendo la satisfacción. La canción da unidad a escenas que todavía la narración no ha tenido el tiempo de anudar. Vemos lo que dicen algunos psicólogos y filósofos, que los relatos son lugares privilegiados para la educación de los deseos y de las creencias de los eventuales lectores, son una herramienta sinigual a la hora de interactuar educativamente con los niños y enseñarles a razonar desde la experiencia. Primero de la mano de la peripecia de los personajes. Algo que más tarde podrán aplicar en sus propias vivencias, valorando opciones, tomando decisiones y aprendiendo de los aciertos y, sobre todo, de los errores.

Sin embargo, llegado a un determinado momento del metraje, uno se da cuenta de que la historia que se le cuenta deja de parecerse tanto a lo que ya sabes y empieza a tomar derroteros inesperados. Caperucita y la abuelita han desollado al lobo y han hecho un nuevo abrigo con su piel. Cenicienta se casa con el príncipe Azul pero la cosa parece no acabar ahí. Rapunzel consigue librarse del cautiverio y el príncipe gemelo se cura de su ceguera, pero no todo acaba en un beso de rosca. Jack deja de ser pobre pero los problemas crecen. Los finales felices llegan a mitad del largometraje, y entonces surge la pregunta que todos nos hemos hecho en alguna ocasión: ¿y después qué?

Luego, llega el desastre, o mejor, la confirmación de que la vida no es un cuento de hadas, por lo menos en el sentido de que uno se pueda librar para siempre de los malos tragos. Vemos cómo la giganta enfadada por el asesinato de su marido baja del cielo para vengarse de Jack y empieza a causar una especie de apocalipsis del mundo encantado en el que correteaban los protagonistas. El mismísimo desencantamiento posmoderno en acción. Príncipes y panaderas que se convierten en infieles. Muertes a diestro y siniestro, accidentales o provocadas. La vida en toda su crudeza invade la ficción infantil de un modo tan alarmante como expresionista.

En el mismo bosque en el que todos se habían adentrado en un principio en busca de la realización de sus deseos personales, los pocos supervivientes de la matanza genocida de la iracunda giganta se reúnen para valorar la situación. La primera canción que cantan a coro es una retahíla de acusaciones mutuas. En síntesis, se dicen, están tan mal por el error del otro, se entrecruzan los reproches; una cantinela que nos suena bastante. Cada uno defiende su propia parcela ante la inminente visita de la verdugo, que sólo quiere una cosa: sangre y venganza.

Ante esto, el panadero es el primero en reaccionar. Individualmente no tienen ninguna posibilidad, pero la unión hace la fuerza. La felicidad no puede conseguirse prescindiendo del Bien Común. Quedan apenas Caperucita, Jack, Cenicienta, Jack, el panadero y su hijo, un bebé. Con un plan y trabajando codo con codo se convierten, literalmente, en David frente a Goliat, en una familia que vence, pero que no surge de la naturaleza sino de la siderurgia de la circunstancia, como se puede apreciar en tantos hogares actuales.

Al final, se nos muestra cómo los cuentos para niños, explicados fuera del contexto tradicional y comunitario en el que se contaban, pueden convertirse en verdaderas máquinas de instrucción en el capitalismo salvaje, con sus vortiginosos individualismo y consumismo: uno se embosca en la vida para saciar sus deseos y ya, parecen defender, cuando, como es sabido, la cosa es un poco más compleja.

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