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Lo que ocurre cuando te acercas a María

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/05/16

Algo comienza a cambiar en mi corazón, junto a ella me siento más fuerte...

Miro a María en este mes. Ella es templo del Espíritu Santo, es vaso espiritual. Quiero parecerme a Ella. Su manera de obrar desde el silencio, en lo oculto, me atrae. Quiero ser como Ella, amar como Ella.

Hay una oración del padre José Kentenich que habla de este deseo: Aseméjanos a ti y enséñanos a caminar por la vida tal como tú lo hiciste, fuerte y digna, sencilla y bondadosa, repartiendo amor paz y alegría”.

Cuando me acerco a María algo comienza a cambiar en mi corazón. Ella lo hace posible con su presencia. Junto a Ella me siento más fuerte. Encuentro en mi interior una fortaleza que desconocía. Una fuerza que viene de Dios, del Espíritu.

En su presencia descubro mi dignidad. Valgo mucho más de lo que a veces creo. Tengo una dignidad que no puedo perder como tantas veces hago. María me recuerda que soy hijo de un Rey. Y logra por el Espíritu que aprenda a sentirme niño, hijo, pobre en las manos de Dios.

María me hace más sencillo y bondadoso. Quiero caminar como Ella. Quiero que María me enseñe a enamorarme del Espíritu Santo. Ella está llena de Dios.

Decía el Padre Kentenich: “Decir María es decir gracia”. La mujer llena de gracia. La niña abierta a Dios y llena del Espíritu. Ella acogió la palabra en su corazón y la palabra se hizo carne.

María me enseña a implorar el Espíritu cada día. Me enseña a reconocer sus insinuaciones y ser más dócil para hacer sus deseos. ¿Cómo habla el Espíritu de Dios en mi corazón? ¿Dónde me habla en medio de mis ruidos y de mis puertas cerradas?

Quiero asemejarme a María. Ser como María. Quiero ser yo también lleno de gracia, lleno de Dios. Pero a veces el mundo me llena y no me llena la fuerza del Espíritu. Me cierro, me resisto. María me ama y cambia mi alma para hacerla más dócil, para que sea tierra húmeda en la que pueda hacer morada la palabra de Dios.

María me recuerda cuánto me ama Dios. Me habla de todo su amor hacia mí. Me muestra el horizonte hacia el que camino. Me hace creer en la belleza de mi vida.

Quiero asemejarme a María. No a fuerza de voluntad y esfuerzo. Quiero dejarme hacer. Y le rezo: Aseméjame a ti. Que pueda ser sencillo y pobre. Que pueda ser bondadoso y sembrar esperanza”.

María me abre el pozo de su corazón inmaculado. Me enseña la manera de unir todo en mi vida. Mis ideas y mis obras. Mis deseos y mis sueños. Mi realidad y lo que espero. Sé que estoy hecho de barro y en sus manos Ella puede hacer una obra de arte. Confío en su poder.

Ella me mira con ojos de misericordia. Me mira frágil, conmovida. Y me sostiene para que no deje de mirar más allá de mí mismo. Me enseña a no pensar tanto en mí, sino en la felicidad de los que me rodean.

El otro día leía: “Está bien que un joven de veinte años desee ser feliz. No es nada malo. Lo inquietante es que hoy predomina la preocupación por el propio beneficio más que por el bien de los otros[1]. En el fondo todos queremos ser felices. Todos tenemos un vacío en el alma que intentamos llenar torpemente. Dándonos por amor somos más felices. Dando la vida por entero, sin miedo. Por amor a los otros. Para que sean más plenos. Y en esa entrega somos más felices.

El problema quizás surge cuando tengo la mirada centrada en mí, en lo que necesito, en lo que me hace falta a mí. Entonces dejo de mirar más allá de mí mismo. Me pierdo en mis deseos. Me ahogo en la búsqueda enfermiza de mi felicidad. Caiga quien caiga. No me importa. Sólo quiero ser feliz. Pero al centrarme tanto en mí, me ahogo y no logro ser feliz.

Miro a María. Ella me recuerda lo importante. Si me entrego, si me doy, encontraré como resultado esa felicidad que ansío. Cuando no me ahogo en mí mismo. Cuando dejo de mirarme obsesivamente para comenzar a mirar con ojos de misericordia. Se lo pido a María. Ella sabe mirar así. Y su vida fue plena al abrir su corazón. Al decirle que sí a Dios cada día.

[1] Stefano Guarinelli, El sacerdote inmaduro, 76

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