Sentimientos, pensamientos, sueños, decisiones, preguntas, amores,… Él lo llena todo en mí
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Me gusta la fiesta de Pentecostés. Me gusta la irrupción de Dios en medio de los hombres: “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería”.
Me gusta el ruido del viento sobre la casa. Y las lenguas de fuego cayendo sobre sus cabezas. Y que cada uno hable en un idioma propio. Me gusta también este tiempo previo de oración, antes de que suceda lo de hoy.
Me gusta imaginar a los apóstoles con miedo, implorando la venida del Espíritu. Las puertas cerradas.
Decía el padre José Kentenich: “Perseveraban unánimes en oración. Esta frase puede servir de norma para mi propio actuar. Espíritu de soledad: deben retirarse de la agitación del mundo, deben permanecer en la soledad hasta que reciban al Consolador, al Espíritu Santo”[1].
Ellos perseveraban en oración. Se sentían solos. Estaban animados por María. Se acompañaban los unos a los otros. Me conmueve esa fidelidad oculta, llena de miedo y esperanza. Con las puertas cerradas.
Cuando he visitado el Cenáculo en Jerusalén me ha conmovido pisar ese espacio tan vacío y frío. Allí donde Jesús se hizo carne. Allí donde irrumpió con fuerza el Espíritu. Ahora es un lugar vacío. Falta el fuego de ese día. La calidez del amor de Jesús que se parte hasta el extremo.
Veo esa sala vacía y pienso en el contraste con la fiesta de hoy. Y me alegra pensar que el Espíritu Santo lo rompe todo, lo invade todo, lo cambia todo. Convierte la noche en día y la muerte en vida. Llena de esperanza la vida vacía de unos hombres temerosos. Llena de amor mi propia vida vacía.
También yo me puedo asemejar al Cenáculo hoy en Jerusalén. Cuando estoy frío, elegante y digno, pero frío y sin vida.
También yo puedo parecerme a ese hogar con María en el que imploran unos hombres la venida del Espíritu Santo. Puedo perseverar en la oración. Puedo ser fiel en mi pequeña entrega.
¿Cuánto vale mi sí silencioso y a veces cansado en medio de la vida? ¿Cuánto vale ponerme de nuevo en camino cada mañana? Perseveraban esos discípulos. Yo también quiero perseverar hasta el final de mi vida.
Necesito a María este día de Pentecostés. Me recuerda que todo es posible porque Ella estuvo allí desde el comienzo acompañando ese grupo de apóstoles. ¿Qué hubiera sido de ellos sin la fe de María? Ella los mantuvo unidos.
Pentecostés es la fiesta de la unidad en la diversidad. Cada uno habla en una lengua diferente y todos se entienden. Cada uno de acuerdo a su originalidad. No son todos iguales pero están unidos. Cada uno tiene su idioma, su cultura, su origen, su alma propia. Pero el milagro es que hablando lenguas diferentes se entienden, se aceptan y se respetan.
Están unidos: “Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos, preguntaban: – ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los olmos hablar en nuestra lengua nativa?”.
Todos entienden en su propia lengua. Todos se sienten atraídos a un mismo camino. Todos comprenden. Surge una unidad en la fuerza del Espíritu.
San Pablo nos recuerda las diferencias: “Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de funciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos”.
En Pentecostés surge la Iglesia. Es el tiempo del Espíritu. Es necesario confiar en lo que el Espíritu Santo despierte en mí. Me pide Jesús que no tenga miedo. Me da su Espíritu para que no tenga miedo.
No quiero vivir con miedo. No quiero instalarme en la zona cómoda de mi vida. A veces siento que Dios es sólo una idea. A veces creo en Él, creo en su palabra, pero siento que está en un lugar donde yo no estoy. Y yo estoy solo en otro.
A veces es así en mi vida. Cumplo. Llevo una vida con valores cristianos. Pero Dios está fuera de mí y yo estoy en Él pero no le veo. Le busco.
Me pregunto, a veces con mucho anhelo, cuál es el sentido de mi vida, cuál es su voluntad, cuál es mi misión única. Pero todo se queda en la cabeza, en mis ideas. Suscribo todo lo que dice la Iglesia. Busco seguridades y certezas. Me siento a gusto en mis creencias. Pero sigo subido en mi caballo, tomando las riendas de mi vida.
Y en un momento, en un lugar, de repente, como cuenta hoy Lucas en los Hechos de los apóstoles, irrumpe Dios en mi casa, atravesando los muros que yo he puesto. Me rompe mis esquemas. Me hace mirar más allá de lo que me interesa a mí. De mi deseo y de mi proyecto.
Me hace pensar en el bien de los otros y no sólo en mi bien. Rompe las paredes de mi vida estrecha y me abre un horizonte desconocido. Porque tenía mi vida estructurada y organizada.
Había un hueco para Dios los domingos, un rato, en algunos momentos. Y Él, de repente, lo inunda todo.
Me gusta ese “de repente” de Dios. Esa brusquedad para entrar en mí. Es un viento huracanado. Es una luz que irrumpe y lo ilumina todo. Un día leí que la luz en medio de mucha oscuridad a veces no ilumina toda la noche pero nos ayuda a ver la oscuridad de alrededor.
Se llenan del Espíritu Santo los apóstoles, me lleno yo del Espíritu Santo. Dios, de repente, deja de estar en un compartimento estanco. Y lo llena todo en mí. Mis sentimientos. Mis pensamientos. Mis sueños. Mis decisiones. Mi vida cotidiana. Mis miedos. Mi pecado. Mis preguntas. Mis dudas. Mis amores. Mi memoria. Mi voluntad.
Deja el lugar de la razón en el que yo lo había apartado porque me cuadraba en mi vida. Y, de repente, lo inunda todo, y me quema, me rompe, me hiere, me descuadra. Dios siempre rompe mis esquemas. Siempre rompe mi puerta y mi muro. Y me deja pobre, despojado de todo ante Él, hombre, hijo.
Decía el papa Francisco: “Muchos aseguran haber aprendido que el Espíritu Santo está en la Trinidad, pero luego ya no saben nada más sobre Él. El Espíritu Santo es el que mueve a la Iglesia, el que trabaja en nuestros corazones. El que hace que todo cristiano sea una persona distinta de la otra, pero de todos juntos hace la unidad. El que lleva adelante, abre de par en par las puertas y te envía a dar testimonio de Jesús”.
Abre las puertas de mi alma. Me abre para otros. Me hace fuente donde muchos puedan beber. Acaba con el miedo y el desconcierto. Con mi incertidumbre. El Espíritu me regala la confianza. Dios me ama. Dios conduce mi vida. La cobardía es vencida por el valor.
Así comienza la Iglesia. Así comienzo a ser cristiano. Con un torrente de vida que brota de mi corazón roto.
[1] J. Kentenich, Alegría sacerdotal