Me da miedo pensar de manera utilitaristaVivimos en una cultura de lo nuevo. A mí me gustan las cosas nuevas. La última novedad, el último avance. Lo recién comprado. Lo que está en perfecto estado. Y descarto con facilidad lo que no sirve, lo que está gastado, manchado, roto.
No lo sé. A veces caigo en esa tentación de optar por lo nuevo dejando de lado lo viejo. A veces puedo mirar así mi vida y descartar lo de siempre, lo tradicional, lo que ha sido así hasta ahora.
Hay personas que cuando asumen una nueva tarea acaban con lo anterior y empiezan a hacerlo todo nuevo. Como si con ellos empezara el mundo. Lo nuevo nos atrae mucho. Pero con esa actitud a veces puedo dejar de lado a las personas. A las que ya no me interesan, a las que no me son útiles.
Me tocan las palabras del papa Francisco: “Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del ‘descarte’ que, además, se promueve. Con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son ‘explotados’ sino desechos, ‘sobrantes’”[1] .
Corro el riesgo de mirar a las personas de acuerdo a lo que producen, a su utilidad, a lo que me aportan. No merece la pena invertir en quien no tiene nada con lo que pagarme, nada con lo que retribuir mi tiempo. Me da miedo pensar de manera utilitarista. Y acabar despreciando lo que no me aporta mucho.
El otro día leía: “A veces no solamente juzgamos sino que además despreciamos. Hay desprecio cuando, no contentos con juzgar al prójimo, lo execramos, lo apartamos como a algo abominable, lo que es peor y mucho más funesto”[2].
Despreciamos a los que no son como creíamos, a los que fracasan y son olvidados, a los que ya no están de moda, a los que han perdido capacidades, a los que han fallado. A los que no nos gustan, a los que no tienen nada que aportar.
Se convierten en despreciables ante nuestros ojos. Juzgamos entonces por la apariencia. Por su utilidad. Rechazamos a las personas que no producen nada, que no usan bien su tiempo, que no tienen una vida exitosa.
Despreciamos al que pierde su vida y sus talentos. Al que no logra lo que se propuso. Al que luchó pero no llegó a lograr lo que soñaba. El esfuerzo sin premio lo despreciamos. Y aplaudimos el éxito sin esfuerzo. Son las paradojas de la vida.
Me gustaría no caer tanto en el desprecio y buscar mucho más el halago. Hablar bien de otros, comentar sus logros, alegrarme con sus victorias. Pero a menudo me quedo en el desprecio, en la crítica, en la condena.
Remuevo el barro de los escándalos. Como si así me sintiera yo bien. Pero no es verdad. El escándalo me hace daño, pierdo la inocencia, dejo de ser ingenuo.
Quiero ir más allá de ese barro que forma parte de la fragilidad humana. Y buscar más las gotas de vida que hay en medio del sufrimiento. Alegrarme con las victorias de los frágiles. Resaltar la belleza de esta vida. El valor del bien.
Lo nuevo me gusta, pero me gusta más todavía el bien de siempre. El bien antiguo. La inutilidad bella. La belleza inútil. Me gusta el rayo de vida en medio de la noche. La esperanza después de la derrota. La luz del sol que lucha por salir entre las nubes. Un claroscuro. El bien que se intenta imponer en medio del mal. La victoria pírrica de los que lucharon hasta el final y vencieron quedando heridos.
Me quedo con la belleza antigua. Desprecio la fealdad nueva. Quiero despreciar el mal que me hace daño. Las formas de ese hombre viejo que se empeña en alejarme de mis sueños. Quiero desterrar la vanidad y el orgullo, que buscan los primeros puestos, sin importar a costa de quién se consiguen.
Quiero adherirme a esa belleza nueva que brota de un sí ya viejo que se renueva cada mañana. Creo definitivamente que lo viejo ha de renovarse siempre. Que no vale simplemente hacerlo todo como antes, como siempre.
Que cada mañana, en la fuerza del Espíritu, debo renovar mi amor, mi entrega, mi vida ya gastada. Porque lo que no se cuida se pierde. Lo que no se renueva se muere.
El Espíritu Santo nos habla de una vida nueva. Nos habla de novedad. De hacer todas las cosas nuevas. Viene para hacernos hombres nuevos y dejar al hombre viejo que todos tenemos dentro. Viene para renovarnos, para que hagamos todas las cosas nuevas.
[1] Papa Francisco, Evangelii gaudium, 53
[2] Jesús Sánchez Adalid, Y de repente, Teresa