Su conflictiva producción ha impedido que el largometraje de Gavin O’Connor pueda alcanzar el potencial de su propia propuesta
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¿Hasta qué punto el proceso de producción de un largometraje debería condicionar nuestra valoración del mismo? ¿Tendríamos simplemente que limitarnos a juzgar lo que llega a los cines, tal cual, o nuestro juicio debería estar filtrado por las circunstancias en las que esa película ha logrado alcanzar su forma definitiva?
En el caso de La venganza de Jane, me atrevo a afirmar que un aspecto está directamente ligado a otro. Tanto, que podría decirse que el largometraje que, finalmente, ha firmado Gavin O’Connor es algo parecido a un esbozo, si se quiere, un ensayo, de la obra que debería haber sido. O, dicho de otra manera, que se trata de un conjunto de visiones sobre la misma historia que el director ha intentado ligar pero que, en realidad, no acaban de cuajar, desembocando en un relato que avanza de forma renqueante, prometiendo siempre mucho más –como si detrás de sus imágenes latiera una película mejor que sus responsables no han sabido filmar– de lo que, al final, acaba proporcionándonos.
Habiendo leído la primera versión del guión de La venganza de Jane que escribiera Brian Duffield, puedo afirmar que, a grandes rasgos, el largometraje respeta su trazado argumental. De la misma manera que, conociendo la obra anterior de la directora inicialmente asignada al proyecto, Lynne Ramsay, es fácil llegar a la conclusión que fue ella quien dejó atrás el tono prototarantiniano del libreto de Duffield –que incluso dividía la acción en capítulos con títulos diferenciados–, y la que incluyó un discurso más feminista, más enfocado al empoderamiento final de su heroína, Jane Hammond (Natalie Portman).
De la misma manera que hay una serie de indeterminaciones, de desvíos y de dulcificaciones respecto a la propuesta de Duffield –toda una paradoja, porque el filme conserva, a pesar de ello, algunas de sus escenas de violencia– que huelen a reajuste dramático para el lucimiento de algunas de las estrellas que coquetearon con el proyecto, como Michael Fassbender, Jude Law o Bradley Cooper.
Si no se canceló el rodaje fue, sencillamente, porque había demasiado dinero invertido ya en la producción, así que el trabajo de O’Connor en La venganza de Jane ha tenido más de arbitraje creativo que de aproximación personal al proyecto. Con la rueda de la producción girando incluso antes de su contratación, el director de Warrior no ha tenido más remedio que coger, a ciegas, las piezas desperdigadas de un puzzle heredado –con la ayuda a la hora de darle forma al guión de su compañero Anthony Tambakis y de Joel Edgerton, también coprotagonista, interpretando al pistolero Dan Frost–, e intentar, dentro de sus posibilidades, construir con ellas un relato coherente, interesante.
Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos, el largometraje transmite, por momentos, cierta sensación frankensteiniana, desencajada, que coarta el auténtico potencial de la propuesta.
Y es que no se puede negar que la sencillez de planteamiento de Duffield, y la delicadeza con la que O’Connor desarrolla el triángulo amoroso entre Jane, Dan y Bill Hammond (Noah Emmerich), plantean, al menos sobre el papel, un acercamiento maduro, pausado, al western, que podría haber desembocado en una obra notablemente sólida si sus responsables hubieran tenido valor para ser coherentes con la misma.
La realidad es, sin embargo, que La venganza de Jane está construida en perpetua huida de su propia agresividad dramática, limando aristas y decisiones morales dudosas de sus personajes principales –especialmente sangrante es su clímax, de torpeza narrativa tremebunda– hasta desembocar en un relato plano y maniqueo, que se sostiene, a duras penas, sobre los esfuerzos de sus intérpretes de darle cierta entidad a unos protagonistas sostenidos sobre tópicos genéricos.