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Las “Siete Magníficas” olímpicas: Perfección, dulzura y sacrificio

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Esteban Pittaro - publicado el 11/04/16

El equipo de niñas gimnastas que fue un ícono de los JJOO de Atlanta

Eran niñas, como mucho adolescentes, acariciando el Olimpo. Los anales deportivos las recordarían como las “Siete Magníficas”.

Pero en ese momento eran apenas un equipo de niñas norteamericanas a las que les tocaba representar a su país en los Juegos Olímpicos, JJOO, de Atlanta, y asumir una presión a la que jóvenes de su edad no suelen estar expuestas. Fue hace 20 años.

Las esperanzas de Estados Unidos por ver como locales la primera medalla dorada en la historia de la Gimnasia Artística femenina tenía sustento.

Shannon Miller ya había deslumbrado en los juegos olímpicos de Barcelona, en 1992, donde obtuvo cinco medallas, aunque ninguna dorada. Había repetido en los Juegos Panamericanos de Mar del Plata, en 1995.

En estos últimos, el equipo americano ya amenazaba con, con el apoyo de la localía al año siguiente, dominar la disciplina en la competencia más esperada, y hasta entonces dominada por las atletas de la órbita soviética.

Shannon Miller, Dominique Moceanu, Dominique Dawes, Kerri Strug, Amy Chow, Amanda Borden, y Jaycie Phelps tenían entre 14 y 19 años.

Independientemente del talento individual, que podía si el jurado acompañaba concederle una merecida medalla dorada a Miller, la esperanza apuntaba a repetir el podio por equipos de Barcelona, y mejorarlo.

En competencia, las siete mostraron un rendimiento parejo y bueno en todas las disciplinas.

Moceanu, la más niña de todas, sorprendió con su gracia en la prueba de piso, al igual que Dawes. Miller confirmó su destreza, e incluso se confirmó como la mejor en la barra de equilibrio. Chaw en las barras paralelas.

Pero el ícono del equipo, e incluso de todos los Juegos Olímpicos, terminó siendo Kerri Strug, quien con Miller y Dawes ya había conseguido el Bronce por equipos en los juegos de Barcelona.

El equipo ruso aparecía como el gran candidato. La Unión Soviética había subido a lo más alto del podio en todos los juegos desde 1950.

Pero lo parejo del equipo, pese al evidente nerviosismo que después se reflejaría en pocas medallas individuales, posicionó a las americanas en lo más alto, y solo un desastre al momento de las pruebas por salto las podría alejar de esa posibilidad.

Ignorando que era casi imposible perder la presea dorada, en riesgo solo ante una prueba literalmente perfecta de las rusas en Piso, Kerri Strug asumió un inmenso riesgo.

Al caerse tras un primer salto, sintió una lesión en su tobillo que le impidió pararse y caminar normalmente. Todo parecía desvanecerse. Pero tenía una oportunidad más.

Maduró en segundos lo que a otros, incluso atletas profesionales, le llevaría años. Respiró. Se sacudió el talco de las manos. Miró a su entrenador que la alentaba con un You can do it” (puedes hacerlo).

Alzó los brazos. Estiró los músculos. Parecía nerviosa. Bajó el rostro. Pero lo alzó, y no volvió a cerrar los ojos. Concentrada, olvidó el dolor. Corrió sin pestañar, con firmeza en cada uno de los 12 pasos.

En perfecto ángulo se impulsó en el trampolín y contactó con el caballo. Aterrizó en una pierna como una paloma aterriza cuando tiene herida una pata.

Pero no cayó al piso, y con la misma elegancia de siempre, elevó ambos brazos para saludar. Luego saltó en una pierna, literalmente, de alegría. Así Kerri Strug aseguró el oro de las “Siete Magníficas”.

Se retiró gateando. Todos celebraban conscientes del oro. Solo su madre, desde la tribuna, sollozaba al ver el dolor de su hija.

Fue retirada, revisada, y no pudo volver a competir, incluso cuando podría por calificación haber aspirado a una medalla en las individuales. El podio la encontró alzada en brazos de su entrenador, puesto que no podía apoyar el pie.

Las “Siete Magníficas” fueron un ícono de los Juegos Olímpicos de 1996. Su despliegue, combinando a la perfección fuerza y dulzura, quedan en la retina de la historia olímpica, coronado por ese “grand finale” de Strug en sacrificio por el equipo.

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