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Cuando fallan todas las seguridades humanas…

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/04/16

No caigas en la desesperación, ¡lánzate a Dios!

Me gusta pensar en Jesús que se aparece en cuerpo y espíritu a los que ama. Me gusta recorrer los días de esta octava de Pascua siendo testigo de sus apariciones. Me gusta su forma de mirar, me gustan sus palabras y su manera de estar con aquellos a los que tanto ha amado.

No hay reproches. No hay quejas. Jesús se acerca a los suyos y simplemente les dice que no teman, que tengan paz. Se queda con ellos, a su lado, caminando de nuevo con ellos. Come con ellos, comparte la vida de la forma más sencilla. Los mira con misericordia.

Jesús ya fue el rostro misericordioso de Dios antes de la crucifixión. Y con mayor razón se muestra ahora como la puerta de la misericordia para todos los que se acercan a Él.

Decía el papa Francisco: “La misericordia es el primer atributo de Dios. Es el nombre de Dios. No hay situaciones de las que no podamos salir, no estamos condenados a hundirnos en arenas movedizas, en las que, cuanto más nos movemos, más nos hundimos. Jesús está allí, con la mano tendida, dispuesto a agarrarnos y a sacarnos fuera del barro, del pecado, también del abismo del mal en que hemos caído”[1].

Jesús vuelve a rescatar a sus discípulos de la desesperación, del miedo, de las dudas. Ellos habían amado a Jesús. Habían sido fieles durante esos tres años. Pero en el último momento habían fallado sus fuerzas.

Tal vez confiaron demasiado en su propio valor, en sus capacidades. Y llegó la hora del terror y ellos temieron la muerte y huyeron. En esa noche de oscuridad se sintieron solos y abandonados.

Aquel que podría haberse bajado de la cruz no lo hizo. El reproche del llamado mal ladrón seguro que quedó también grabado en sus almas. Ellos también habrían deseado ese desenlace milagroso. Un último gesto lleno de grandeza. Una huida en ese segundo final cuando todos daban por segura su muerte.

Pero no fue así. No sucedió como ellos deseaban. Jesús murió. Y la pregunta quedaba grabada en su alma. ¿Qué harían ahora? El miedo. La soledad. La tristeza. La desesperación.

¡Cómo no estar tristes ahora que Jesús no estaba con ellos! Tenían miedo. ¡Cómo no temer si habían matado a su maestro! Los discípulos correrían la misma suerte. Y ellos no querían morir.

En realidad nunca queremos morir. Sólo puede surgir ese pensamiento si la vida que llevamos es tan desesperante que vemos como un camino mejor la propia muerte. Pero ellos no querían la muerte. Y estaban escondidos.

Tampoco creían del todo en la misericordia de Dios. No creían en ese amor sin reproches, en ese amor que volvería a buscarlos.

Como esa persona que rezaba con estas palabras: “Querido Jesús, no creo tanto en tu misericordia. No te conozco del todo. Pienso a veces que ya no merezco llamarme hijo tuyo cuando caigo y te fallo. Me falta tal vez esa mirada pura de los niños. Derrocho por el camino la vida que me das. Me siento un hijo pródigo que se aleja de ti. Me siento como ese hijo que no conoce a su padre. No sé bien cómo es la misericordia. A veces yo tengo compasión. Pero me cuesta mirar la belleza que esconden las personas. No me alegro en el milagro que son. Cuando me han hecho daño. Cuando no son como yo quisiera. No miro con misericordia. Y me cuesta ser mirado así por ti. ¿Me miras así? Cuando peco, cuando caigo. Me siento tan lejos. No merezco llamarme hijo tuyo”. 

Tal vez eran estos los mismos sentimientos de los discípulos esos días después del Calvario. Fueron tres días de noche. De traición. De muerte. De oscuridad. No habían amado tanto a Jesús como para permanecer fieles.

Sólo Juan estuvo ese día al pie de la cruz. Poco sabemos del resto. Pedro lo negó tres veces, porque se arriesgó más que el resto tratando de seguir a Jesús. ¿Y los demás? El silencio es atronador. Un silencio que los acusa. No fueron capaces. Huyeron, se escondieron, lo vieron todo desde lejos.

El miedo a la muerte es muy fuerte. No es fácil exigirle a un hombre el martirio. Morir por amor. Exponernos a morir por amor.

Por salvar a alguien es posible arriesgar la propia vida. Pero si no era posible salvar a Jesús. ¿Qué sentido tendría estar cerca de su cruz esa noche poniendo en peligro la propia vida? En su corazón tendrían una mezcla de sentimientos. Culpa, arrepentimiento, justificación.

¿Qué podrían decirle a Jesús si de verdad se aparecía de nuevo delante de ellos? Habían fallado.

Sólo María había permanecido fiel, junto a Juan. Ella era la única que anhelaba y confiaba de verdad. Era Ella la que más había sufrido. Y era la única que había creído antes de ver. Antes de tocar. Antes de abrazar de nuevo a su hijo y besar sus heridas llenas de luz.

Los demás habían fallado. Habían tocado su debilidad. Habían visto flaquear sus fuerzas.

El otro día leía la reflexión de un jesuita sobre su propio proceso de vida: “Hasta entonces nunca había tenido el valor de renunciar completamente a mí mismo. Siempre había límites que no cruzaba, pequeñas vallas que señalaban lo que, en mi fuero interno, sabía que era un punto sin retorno. Dios, en su providencia, había sido constante en su gracia: había estado brindándome siempre ocasiones para ese acto de fe y de confianza perfectas, animándome a soltar las riendas y a confiar sólo en Él. Y yo confiaba en Él, cooperaba con su gracia, pero solo hasta cierto punto. Hasta que mis fuerzas entraron definitivamente en bancarrota no me rendí”[2].

Él experimentó en su carne la debilidad. Confiaba en sus fuerzas, en sus capacidades, hasta que no pudo más. Y fue entonces, roto, vencido, cuando pudo confiar como nunca antes lo había hecho en el poder de Dios.

Es la misma experiencia de los discípulos esos días de oscuridad. Lo habían perdido todo. Estaban rotos. No tenían defensa propia. Nada con lo que justificar su caída. Habían experimentado su debilidad y se habían rendido. Ahora sólo podían confiar totalmente en Dios.

La muerte de Jesús en la cruz acabó con todas las seguridades humanas de los discípulos. Habían fallado en el amor por ese miedo inconfesable a la muerte. Y ahora, temerosos, permanecían escondidos. No tenían paz en su corazón. No soltaban del todo las riendas ni siquiera en ese momento de tanta oscuridad en sus vidas.

Tal vez es algo así lo que vivían los discípulos en ese tiempo previo a la muerte de Jesús. Se habían acomodado. No imaginaban el final de todos sus sueños. Habían puesto su seguridad en Jesús. Ahora no querían volver a sentirse solos, sin pilares, sin rutinas sagradas.

La muerte de Jesús trae la inseguridad. Todo se desploma a su alrededor de repente. Empiezan a temer porque súbitamente la vida se les escapa de su control. Ya no son ellos los que llevan las riendas. Ahora es Dios el que actúa.

[1] Papa Francisco, El nombre de Dios es misericordia

[2] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros.

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