En la vida los problemas tantas veces nos agobian, parecen no tener soluciónMe gusta el amor de una mujer enamorada cuando el dolor y el miedo son parte del alma: “El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro”.
Dicen los evangelistas que fue María Magdalena la que corrió primero, la que vio, la que anunció. Dicen otros evangelistas que fueron algunas mujeres al sepulcro. Dicen que yendo de camino se preguntaban cómo podrían mover la piedra para ungir el cuerpo de Jesús. Veían la piedra y temían lo imposible.
Siempre nos preguntamos cómo mover la piedra que no nos deja ver la luz, que no nos deja lograr lo que soñamos.
Jesús ha muerto. Lo han sepultado y ellas piensan en esa piedra demasiado pesada. Y saben que no podrán moverla. Pero sueñan en su corazón con alguien que les corra la piedra.
A veces en la vida esperamos que alguien nos mueva la piedra que nos cierra el paso. Deseamos que alguien nos solucione los problemas, nos alivie las penas.
Dicen que la juventud de hoy no está acostumbrada a mover las piedras que encuentran en el camino. Porque alguien se la has corrido en distintos momentos de su vida y ya no son capaces de mover ellos solos la piedra por pequeña que sea.
Se han acostumbrado a que alguien se adelante y les evite los problemas. Buscan entonces ese alguien que siempre les solucione los problemas. Les dan miedo las piedras tapando las salidas.
Les asustan, como a los discípulos, los problemas que no tienen solución. Entonces es más difícil pronunciar el sí con el corazón. Un sí enamorado. Un sí apasionado. Porque la piedra parece demasiado pesada y no tienen fuerzas para moverla.
En la vida los problemas tantas veces nos agobian, parecen no tener solución. Vemos imposible salir. No creemos en que nadie pueda mover la losa pesada que nos bloquea el camino. Desesperamos. La resurrección de Jesús me muestra cómo su amor mueve las piedras de mi vida.
Ese alguien es Dios. Desbloquea los caminos. Libera lo que nos oprime. Nos hace ver la luz. Y yo corro esperando que Dios me descorra la piedra. Esperando ver en mi noche. Esperando amor en mi oscuridad.
Cuando las mujeres llegan al sepulcro está la piedra movida, pero dentro no ven a Jesús: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”.
No sé quién podría imaginar la vida después de la muerte. Imaginar un sepulcro vacío y pensar que nadie había robado su cuerpo sino que Jesús mismo se había puesto en pie y Él, extenuado después de la muerte, había tenido la fuerza para mover la piedra.
¿Cómo no pensar que habían sido los discípulos? Un cuerpo es la prueba más evidente de la muerte. La ausencia de un cuerpo despierta dudas e interrogantes. ¿Cómo podrían imaginar la resurrección si nadie había visto a Jesús vivo? Faltaban pruebas.
Simplemente la ausencia de un cuerpo no basta para creer en la resurrección. Esa mañana, al amanecer, hay miedo y dudas. No saben dónde lo han puesto. No cree en lo imposible. Me sucede a mí tantas veces que sólo creo en lo que toco, en lo que veo.
Me cuesta lo extraordinario, lo que no puedo comprender. No creo en lo que yo no he hecho. En esa piedra que yo no he movido. Me cuesta pensar que Dios hace milagro con mis pobres manos y obtiene fruto donde yo no he sembrado.
No creo en esos milagros que suceden más allá de mi esfuerzo. Me olvido de buscar a Dios en todo lo que hago. No veo su mano, no oigo su voz.
El otro día leía: “Quizá tenga que permitir que nuestro mundo se trastoque para recordarnos que no es nuestra morada permanente ni nuestro destino final; para devolvernos la sensatez y restaurar nuestros valores; para que, una vez más, dirijamos nuestros pensamientos hacia Él. Él siempre está presente, siempre es fiel: somos nosotros los que no conseguimos verle ni le buscamos en épocas de bonanza y comodidad”[1].
Cuando nos vemos ante la muerte. Cuando nos enfrentamos con el dolor. Cuando todos nuestros pilares se tambalean. Nos volvemos entonces hacia Dios. Él permanece fiel detrás de la losa caída sobre mi vida. Él vive en la oscuridad de esa muerte que no entiendo en mi vida.
Él me abraza cuando yo no logro abrazar. Y alimenta ese deseo infinito que vive detrás de una roca movida. Allí mi anhelo permanece intacto. Parece todo helado a mi alrededor, pero sigo vivo por dentro.
[1] Walter ciszek, Caminando por valles oscuros.