En homenaje a los sacerdotes que vivieron su propia Pasión en los campos de concentración nazis
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Después que se le ha revelado al mundo la realidad dolorosa y terrible de los campos de concentración y de exterminio, el hombre del difícil siglo XX y nosotros, que despuntamos la aurora del nuevo milenio, hemos comenzado a comprender y aceptar la pasión y la redención.
Antes de la guerra, antes de la revelación terrible de que el mal había anidado en muchos corazones, escenas tales como los azotes en la columna, la coronación de espinas, Jesús despojado de sus vestidos, la misma crucifixión, todo esto nos parecía historia de otros tiempos, estampas del pasado. Pero luego de ver lo que se ha visto, de oír los desgarradores testimonios de los sobrevivientes, de saber lo que el clero católico y de otras confesiones habían sufrido, el Evangelio volvió a ser “Palabra viva y eficaz, y más cortante que espada de doble filo” (Heb. 4,12).
Se pudo ver que nuevamente “tamquam leo rugens” (1Pe. 5,8) rondaba y acechaba el extraño, el príncipe de las tinieblas, el malo, el tentador con su desesperación. Y ante tanto mal los hijos de la luz se sentían abrumados, débiles y llenos de impotencia. Cuando pensaban en aquellos hermanos, en aquellos amigos prisioneros detrás de las alambradas, esos corazones se llenaba de piedad y de compasión.
Sin embargo, ¡Que gozo pensar que también Jesús había vivido y sufrido todo aquello! ¡Qué gran consuelo al pensar que su amor los estaba acompañando! De un momento a otro iba a llegar el encuentro cara a cara, sin duda que ellos iban a reconocerlo. En cualquiera de las estaciones de su via crucis, ellos tenían la certeza de que su amor los estaba acompañando.
Y cuando se veían despojados de sus vestidos, reducidos a un simple número, deshumanizados completamente, quizá comprendían, por que quiso Jesús ser también despojado de los suyos y en ese intercambio de miradas se sentían comprendidos y reconocidos por él.
Cuando sentían las palizas de una crueldad inenarrable, los azotes, la carne lacerada, las costillas rotas y los golpes hasta dejarlos inconscientes, a sus mentes acudían el recuerdo de aquel que había querido parecerse a ellos, y comprendían quizá por primera vez, por que quiso Jesús verse azotado y humillado, y sabían que su amor humilde, silencioso y fiel los había estado esperando hasta entonces, después de veinte siglos.
Y cuando caían rendidos, exhaustos, porque se los usaba como animales de tiro arrastrando la apisonadora del campo, enganchando a sus espaldas la rastra para el campo de labranza o empujando pesados carros por todo el campo.
Cuando caían agotados y en el mismo lugar entregaban su alma: sea junto a la carretilla llena de nieve o de piedras, debajo de la mesa en el taller, en la misma plaza de revista, en la pausa de la comida desplomándose por el hambre o en el trabajo de las plantaciones insolados, afiebrados enfermando de pulmonía.
Cuando caían porque otros se habían empeñado en hacerlos caer por los flemones provocados, por la malaria, por experimentar en estos cobayas humanos y finalmente cuando eran considerados “inválidos”, uno de los tantos eufemismos del cinismo nazi, se los enviaba a la cámara de gas.
Entonces allí se daban cuenta de que ellos volvían a reanudar las caídas de Jesús y que comenzaban a disfrutar de una comunión y una fraternidad maravillosa.
Por encima de los siglos y de los lugares, alguien había pensado en ellos, alguien los había seguido, alguien había sufrido por poderse encontrar con ellos, a fin de que cuando se sintiesen abandonados por todo el mundo, cuando el cariño de sus compañeros de infortunio ya no era capaz de protegerlos y ayudarlos, ellos podían todavía contar con un amigo, con un compañero de cadena y de cruz, y entonces acudían a esas mentes la imagen más pura, la más noble, la más cariñosa y la más consoladora, que nunca jamás hubieran podido pensar: “Servidor bueno y fiel, entra a participar del gozo de tu Señor” (Mt.25,21).
Inspirado en un texto de Louis Evely (Dios en tu prójimo, págs. 36-38). Reelaboración propia.