Su epitafio: “Nada puede separarme del amor de Dios”
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Mientras las imágenes del impresionante choque de Fernando Alonso en el Gran Premio de Australia recorrían el mundo, una efeméride automovilista evocaba otro accidente, con distinto final. 56 años cumpliría por estos días el brasileño Ayrton Senna (1960-1994), uno de los automovilistas más exitosos de todos los tiempos, tres veces campeón del mundo en F1, y uno de los máximos emblemas del automovilismo en América Latina.
Recordar a Senna en las pistas, especialmente cuando llovía, arrancaría lágrimas a más de un simpatizante de las pistas. Fue además una figura muy querida en su Brasil, por su inigualable carisma, y por varios de sus colegas, con quienes tenía gestos de solidaridad y empatía, aunque en ocasiones rivalizaba sin tapujos, como con Alain Prost.
Pero Senna tenía una fuerza interior que no temía ocultar si le preguntaban. Una fuerza que descubrió en su carrera, acaso la más emblemática de la F1. Fue en Mónaco de 1988, su primer año en Mc Laren, en el momento de la clasificación. “Llegó un momento en que yo era dos segundos más rápido que cualquier otro. De repente, me di cuenta que estaba pasando los límites de la consciencia. Eso era demasiado”. Al día siguiente, en su carrera que era Mónaco, tuvo un accidente.
“Este accidente me dio mucho que pensar, me hice muchas preguntas; Creo que las cosas que tenemos, tanto de las que somos conscientes como de las que no, nos las dio Él (…) Aquello no fue sólo un error de pilotaje. El accidente sólo fue una señal de que Dios estaba allí esperándome para darme la mano”, recordó tiempo después.
Ese año, cuando ganó su primer campeonato mundial en Japón, después de una de las clases de manejo más impresionantes de la historia de la Fórmula 1, tras pasar a medio batallón, Senna relató sus emociones: “Rezaba, agradeciendo a Dios que iba a ser Campeón Mundial. Cuando, concentrado al máximo, abordaba una curva de 180 grados, vi la imagen de Jesús, grande, allí, suspendida, elevándose hacia el cielo. Este contacto con Dios fue una experiencia maravillosa”.
Dos años después, en su Mónaco, dejaría traslucir más. “En los entrenamientos del sábado me di cuenta de que el coche estaba desequilibrado, sin posibilidad real de victoria. Ganar en Montecarlo era muy importante, y se lo expliqué a Dios. Él sabe todo lo que pasa por nuestro corazón. Pero es necesario entregarse a través de la oración. Y eso fue lo que hice”. Por supuesto, con un mal coche, Senna ganó Mónaco.
Hay fotos que lo muestran rezando antes de las carreras. También leía pasajes de la Biblia. Consecuente con su fe, era un recurrente donante de iniciativas solidarias en Brasil.
En la carrera de San Marino, en mayo de 1994, Senna no quería correr. La muerte de Roland Ratzenberger en esa misma pista lo había conmovido. Pero corrió. Y murió. Seis años después, cuando nada menos que Michael Schumacher alcanzó su cantidad de victorias, el mismo Schumacher que ese día ganó la accidentada carrera y hoy lucha por su vida, largó a llorar.
Nunca las pistas de F1 serán iguales tras el paso de Ayrton Senna por ellas. Siempre que aparezca una nube vendrá a la cabeza su nombre para imaginar cómo él aprovecharía la desventaja para otros para flotar con audacia sobre el asfalto. Su carisma, su compromiso con Brasil…
Sus restos mortales descansan bajo un epitafio que él vivía y que fue elegido para que lo recuerden quienes visitan su tumba: “Nada puede separarme del amor de Dios”.