Te mira con un profundo amor, ve lo que tú no ves y saca de tu alma una belleza desconocida
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Tengo que confiar en mí, en mi barro, en mi miseria. En la tierra de la viña que da fruto si cavo hondo, si saco las piedras y la maleza, si riego, si cuido. Confío en esa tierra y en lo que hay sembrado en mi interior.
Tengo que mirar el amor de Dios y creer que en mí hay escondida una montaña de ternura que Dios tiene que despertar. Con su agua, con su luz, con su fuego. Creo en el fruto del amor que es el que anhelo con toda mi alma. Por eso no me desespero, no dejo de creer, no me desilusiono.
Leía el otro día: “Es la compasión y no la santidad lo que hemos de imitar en Dios. No niega Jesús la ‘santidad’ de Dios, pero lo que cualifica esa santidad no es la separación de lo impuro, sino su amor compasivo. Dios es grande y santo no porque vive separado de los impuros, sino porque es compasivo con todos”[1].
Quiero ser santo, quiero ser compasivo, quiero que su mirada me sane y cambie mi tierra. Esa mirada compasiva de Jesús es la que me salva, la que me sana, la que me hace fecundo. Esa mirada que cree en los imposibles y cree que en mi corazón hay una vida que yo mismo desconozco.
Jesús me mira, mira mi alma y la ve bella, más bella de lo que yo la veo, tal vez incluso más bella de lo que es. Esa confianza de Dios en mí, en lo que yo mismo puedo llegar a ser, me conmueve.
Porque yo no confío tanto en mí. No creo en mis posibilidades, en mi proyección. Pero si Él cree en mí, yo también creo.
El otro día vi una película que me conmovió: La historia de Marie Heurtin. Cuenta la historia real de una niña sordomuda y ciega que aprende a comunicarse gracias al amor y la paciencia que una monja tiene con ella.
En una escuela de niñas sordomudas dirigida por una comunidad de religiosas esta niña incomunicada conoce el amor, y al conocer el amor, conoce el mundo. Una de las monjas cree en ella, cree en la belleza oculta bajo su aspecto salvaje, bajo su pelo enmarañado y sus gestos hoscos. Cree que podrá lograr que aprenda a comunicarse con los demás.
Y su fe consigue lo imposible. Después de ochos meses de esfuerzo sin fruto, Marie se deja peinar. Es el primer paso. Después de ese primer paso se suceden los siguientes pasos. Esta niña aprenderá a sentir cómo palpita el mundo bajo sus manos.
El amor de esa monja logrará que pueda ver a Dios oculto en las cosas que no ve ni oye. Cerrada al mundo exterior, se abrirá al mundo interior, donde se encuentra Dios a quien no puede tocar.
Y así aprende a ponerle nombre a todo lo que no ve. Y aprende a comunicar el amor, con caricias, con gestos, con su generosidad, con su vida.
El amor de la monja logra que llegue a expresar lo que quiere decir. El amor misericordioso saca lo mejor de ella. Porque han creído en ella, ella también cree.
La mirada de esa monja sobre su vida logra que aprenda a amar. Por eso más tarde, cuando esa mujer que le ha dado todo se enferma gravemente, la niña la cuida con inmenso amor. El amor saca lo mejor de ella.
Con el tiempo ella ayudará a otras niñas sordomudas y ciegas a comunicarse, a amar. El amor que recibimos saca amor de nuestro corazón. Los lazos humanos que Dios nos tiende nos muestran torpemente cuánto nos ama Dios y nos lleva a amar a otros hombres.
Creo que Dios me mira así, con un profundo amor. Mira mi tierra rota y seca, cree y confía en mí. Yo veo a veces sólo la pobreza de mi vida, la fragilidad. Veo mi miseria y me asombro, me turbo, me bloqueo.
Pero Dios ve lo que yo no veo, cree en mí y saca de mi alma una belleza desconocida. Cava hondo, trabaja la tierra. Confía en mí. Me gusta esa mirada. Me hace confiar. Mirar como Jesús me mira. Amar como Jesús me ama. Un amor que saca lo mejor que hay en mi alma. Así quiero mirar yo siempre y creer en los otros, en los que Dios me confía.
[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica