Somos arrojados al mundo sin ninguna orientación ni manual de instrucciones y contamos con una única y terrible seguridad: vamos a morirLos informes internacionales califican a Eritrea como uno de los estados más herméticos y crueles de la actualidad. Allí el servicio militar es obligatorio tanto para hombres como para mujeres y comienza al cumplir los dieciocho años -aunque a veces se recluta a jóvenes que rondan los quince- y su duración es indefinida.
En la práctica es un sistema de esclavitud en el que se somete a la población a un trabajo forzoso no remunerado en centros militares que asemejan más a campos de concentración, en los que se siguen horarios extenuantes mientras se mantiene a los reclutas-presos al borde de la inanición y en condiciones insalubres, entre torturas, violaciones y abusos de toda índole. Los testimonios hablan de una alimentación basada en dos panes diarios y de barracones abarrotados con techo de zinc.
Veerdi es un ciudadano eritreo que tenía 36 años cuando cogió de la mano a su prometida y huyó del país con destino a Europa, después de 18 años secuestrado dentro del ejército. Caminaron por el desierto durante tres semanas atravesando Sudán, escondiéndose de cualquier patrulla y evitando los puestos fronterizos, porque cualquier militar de cualquier país que cruzara por su camino iba a exigirles lo mismo: el pago por su silencio.
Si contamos los 2.500 euros que tuvo que entregar a sus “facilitadores” (así llama él a los traficantes de personas que se aprovechan de la desgracia ajena para llenarse los bolsillos) el viaje les vino a costar unos 18.000 euros. Finalmente embarcaron desde Turquía para llegar hasta las costas de Grecia, sin saber que allí les esperaba una de las tantas tragedias que llenan cada día las páginas de nuestros periódicos y que conocemos tan bien que ya no nos detenemos a leer.
Su embarcación chocó contra unas rocas cerca de la playa de Zéfiro, en la isla de Rodas, y todos los que iban en ella cayeron al agua. Eran 93 personas. En ese momento pasaba por allí Antoins Deligiorgis, un militar griego que acababa de tomar un café con su mujer después de llevar a los niños al colegio en su día libre. No lo dudó ni un segundo. Al igual que todos los que presenciaron el naufragio se lanzó al agua y nadó entre miembros de la Cruz Roja y guardacostas sacando uno tras otro a todos los que pudo. Salvó a 20, entre ellos a Veerdi y a su novia, Wegasi Nebiat.
Stathis Samaras, el Director de la Autoridad Portuaria de Rodas tampoco lo dudó, pero él no tuvo tanta suerte. Rescató a un joven sirio que no sabía nadar y que sufrió un ataque epiléptico, muriendo al poco de llegar a tierra. Thasos Donas, un guardacostas, consiguió sacar a otros seis de entre el rugir de las olas. Cuando les entrevistaron los diferentes medios internacionales que cubrieron el terrible suceso no tenían ningún interés en explicar a quiénes habían salvado. Sólo hablaban de los que se habían quedado atrás, de las personas desesperadas a las que volvieron a buscar y ya no hallaron, porque se las había tragado el mar.
Perdonen la larga introducción: The Guardian es una película extraordinaria que se estrenó a finales de 2006 y que cuenta la historia de un guardacostas, Ben Randall, interpretado por Kevin Costner, y del joven aspirante a ingresar en el cuerpo Jake Fisher (Ashton Kutcher). Ambos arriesgarán sus vidas por salvar a marineros desafortunados cerca de las costas de Alaska en un espectáculo visual sostenido por un guión brillante y profundo.
Además, y creo que en esta sección de Aleteia esto puede resultarnos de especial interés, nos lanza a la cara una pregunta que resulta decisiva para cualquiera, pero que es especialmente intensa en nuestros días: ¿cómo merece la pena vivir?
Porque somos arrojados al mundo sin ninguna orientación ni manual de instrucciones y contamos con una única y terrible seguridad: vamos a morir. Nuestros días están contados y lo que seamos, lo que signifique nuestro nombre para nosotros y para los demás, depende de lo que hagamos con las horas que se nos regalan. Vivir es esculpir nuestra realidad en el tiempo, y no podemos escapar de esta responsabilidad. Vivir es, pues, hacer cuentas con el tiempo, que se nos escapa de las manos, y esto significa hacer cuentas con la muerte. ¿Quiénes queremos haber llegado a ser en el momento en el que la muerte se presente ante nosotros?
Podemos escapar de esta realidad inexorable tratando cada minuto como si fuese un bien de consumo, dejándolo ir, evitando que deje una huella en nosotros, o tal vez elijamos perseguir una densidad en lo que hacemos que nos lleve a sentir que nuestra existencia mereció la pena, buscando que cada instante se condense en nuestros corazones y nos permita crecer como personas. The Guardian quiere presentarnos como deseable una vida que apuesta por grandes palabras que construyen grandes personas aunque puedan parecernos “pasadas de moda” o, para muchos, estén vacías: lealtad, compromiso, entrega, fidelidad,… virtudes (del latín virtus: “fuerza, excelencia”) que construyen una historia que merecerá la pena ser contada, porque será ejemplar. Palabras que hacen que decir “yo” tenga sentido.
Es una película épica, bella, con un fuerte e impactante componente religioso, que no nos dejará indiferentes y pondrá ante nuestros ojos, de nuevo, la pregunta por el sentido de la existencia, que es lo más elevado que puede mostrarnos el arte en cualquiera de sus formas. Y, por si fuera poco, nos hará darnos cuenta de que la eternidad parece ser la correspondencia adecuada como destino del ser humano, haciéndonos recordar un dato que nunca deberíamos olvidar: que nuestra vida es eterna. Sólo por eso ya es razonable afirmar que estamos llamados a ser felices, a aprovechar el tiempo.