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Lo que cambia todo: dejar a Jesús entrar en tu vida

A businessman on a boat in the sea – es

© Ollyy/SHUTTERSTOCK

Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/02/16

"Haz lo mismo pero conmigo, lo mismo pero más hondo, lo mismo pero a mi lado..."

Me gusta la rutina de una barca y unas redes caídas junto a un lago. Me gusta la vida de Pedro y Juan y Santiago que eran pescadores antes de que Jesús llegara.

Me gusta imaginarlos limpiando las redes después de un día de pesca: “Vio dos barcas que estaban junto a la orilla; los pescadores habían desembarcado y estaban lavando las redes. Subió a una de las barcas, la de Simón, y le pidió que la apartara, un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente”.

Me gusta ese cuadro en el que Jesús entra en sus vidas y ellos siguen con sus cosas. Limpiando, recogiendo. Seguramente ellos escucharon sus palabras desde la orilla. Limpiaban sus redes mientras escuchaban.

¿Qué dijo Jesús ese día? No lo sabemos. Me interesa. Debió hablar con autoridad. Seguramente esos hombres sencillos quedaron prendidos de sus palabras, eso seguro. Su forma de hablar. Su mirada. Tal vez ese día surgió en su corazón un respeto infinito hacia Jesús.

¿Qué hace que sigamos a alguien en la vida dejando atrás nuestros seguros? El respeto y el amor.

Los discípulos se supieron amados por Jesús. Respetaron esa autoridad con la que Jesús hablaba. El amor lo tocaron de cerca. Se enamoraron.

Por eso fue luego más fácil decir que en su nombre echarían las redes. Aunque estaban cansados y ya habían probado todo tratando de lograr peces.

Esa escena sagrada en la vida de estos hombres me recuerda mi propia vida. Muchas tardes llego al final del día y pienso que no he pescado nada, que no he hecho nada relevante, que no he logrado frutos.

Llego con ese cansancio que me da Dios cuando entrego la vida, cuando la pierdo con un sentido.

Sí, ellos habían trabajado toda la noche. Ahora querían dormir y descansar después de una jornada dura de trabajo. Sus barcas estaban vacías. Había algo de tristeza en sus vidas. Y no es bueno estar tristes. Ya lo decía santa Teresa: “Tristeza y melancolía, no las quiero en casa mía”. Ellos estarían desanimados. No habían pescado nada.

¡Qué ingrata es a veces la vida con nosotros cuando intentándolo todo no logramos lo que soñábamos! Lo damos todo y no obtenemos nada. Llega la tristeza. Invertimos nuestro tiempo y esfuerzo y no logramos lo que deseamos. Perdemos la alegría, nos secamos lentamente. Nos olvidamos de esas fuentes en las que antes calmábamos la sed.

Una persona rezaba: “Mi corazón está seco cómo una mecha sin fuego. Duro como una piedra. Hay veces en que estoy triste y no sé qué decirte, Jesús”.

Al final del día el corazón puede estar así. Seco, duro y frío. Y entonces escuchamos a Jesús mientras lavamos las redes.

Nos sentamos junto al lago a escuchar sus palabras. Y surge el respeto, y el deseo de cambiar. El deseo de llevar una vida más plena, más digna, más llena. El deseo de no seguir como hasta ahora apegado a la orilla. Surge en el alma un deseo hondo de amar más, de subir más, de anhelar más.

Todo comienza con una petición que parece no tener tanto sentido cuando el corazón está cansado y abatido. Han pescado toda la noche. No han conseguido nada: “Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: – Remad mar adentro, y echad las redes para pescar”.

Jesús mira la vida cotidiana de unos pescadores. Jesús le dice a Pedro:Haz lo mismo pero conmigo. Lo mismo pero más hondo. Lo mismo pero a mi lado”.

Mira cuando salieron aquella noche, mira cuando volvieron con las manos vacías, mira sus corazones tristes y cansados. Y les dice que echen de nuevo esas redes, pero que lo hagan más hondo, con más confianza y a su lado.

Pienso que eso es vivir en profundidad la vida. Vivirla con sentido. Hacer todo con Jesús. Lo mismo que hacemos siempre pero con Él. Es así de sencillo. Esa es su invitación. Nos pide que vayamos con Él y Él hará que nuestra vida, tal como es, tenga frutos.

Sólo me pide que confíe en Él. Porque con Él todo es distinto. Me pide que vuelva a echar las redes vacías. En el mismo mar que yo ya conozco. Pero esta vez con Él, en su palabra. Más hondo. Más lejos.

Con menos certezas. Creo que la clave no es que Jesús les diese la orden y confiasen en Él. La clave, lo que lo cambia todo, es que Jesús se subió a la barca con ellos. Se fue a pescar con ellos. No los envió, fue con ellos.

Lo que marca la diferencia, no es sólo obedecer a Jesús y hacerlo siguiendo sus indicaciones. Lo que tiene más valor es salir con Él. Ir en la barca con Él. Darle el timón de mi vida a Él. E ir mar adentro, donde solos no nos atreveríamos nunca a navegar.

Lo que cambia todo es creer que todo es posible a su lado. Hasta llenar esas redes vacías. Son las mismas redes y los mismos pescadores. La misma barca, el mismo mar.

Jesús usa siempre lo que tengo, pero lo hace en lo más hondo de mi vida, en lo más profundo. Él da frutos que me desbordan. Usa lo que soy y lo que tengo para lograr una pesca milagrosa. Jesús no trae redes nuevas. No me entrega una barca más potente y mejor. No me cambia el mar.

Sólo me pide que le permita ir conmigo, en mi barca. Sólo me pide que confíe y que eche de nuevo las mismas redes.

La diferencia es que Jesús va conmigo, porque yo le dejo, porque me dejo. La diferencia está en alejarme algo más de orilla, de esa zona en la que estoy más cómodo. Me pide que vaya a lo más profundo, donde la vida no es tan controlable. Me pide que confíe en su palabra.

Para mí la pregunta de hoy es si quiero dejar que Jesús se suba a mi barca. Si creo que de mi vida Él puede sacar más.

A veces pensamos que seremos más plenos y felices cuando logremos un mejor trabajo, o nos casemos con la persona soñada, cuando tengamos un hijo o cuando ese hijo crezca. Siempre vemos obstáculos en la realización de nuestra vida plena. Ya va a comenzar, pero antes hay que salvar otro obstáculo. Falta de peces, redes viejas, barca rota. Siempre un obstáculo.

Jesús nos dice que nuestra vida tiene que ser plena con Él en esos obstáculos de los que ahora me quejo. Es lo que hace hoy. Sube conmigo en mi barca para enfrentar los mismos miedos y desafíos de mi vida hoy. Y así me hace fecundo.

Después de toda la noche pescando parece normal la respuesta de Pedro: “Simón contestó: – Maestro, nos hemos pasado la noche bregando y no hemos cogido nada”. Es la respuesta normal, la esperada. Me emociona siempre esa petición y esa respuesta.

Casi no los conoce y les pide que echen las redes de nuevo, que naveguen mar adentro renunciando a su merecido descanso. Parece demasiado. Ellos saben pescar, conocen el mar, entienden. Y Jesús es carpintero. ¿Cómo fueron capaces de creer a un inexperto? No lo sé, pero se fiaron.

¿No es lo normal que reaccionemos con orgullo cuando creemos saberlo mejor todo? Muchas veces yo creo saber hacer las cosas mejor que Jesús. Sé de lo mío y creo que lo sé todo. Controlo lo que hago y sé que si no me sale algo, es que no tiene que salir. Creo que conozco mi oficio, que tengo mis formas, mis hábitos aprendidos, mis maneras y no me gusta que me quieran cambiar.

Los discípulos ese día ya estaban lavando las redes después de la noche pescando. Querían ir a descansar. Estaban secos y cansados. No habían pescado nada.

No me sorprende la respuesta de Pedro. Es la misma que yo le doy a Jesús cuando me pide que eche las redes de nuevo en mi vida. Pienso que no va a cambiar nada si le obedezco. Yo sé cómo es el mar, lo controlo todo y mi orgullo a veces es más fuerte.

Jesús entonces me pide que navegue mar adentro. Que arriesgue todo dejando la orilla y me exponga a perder el tiempo en una misión absurda. Me vencen la comodidad y el cansancio.

Decía el padre José Kentenich: “Quiero llegar a ser santo. Aquí no podemos permitir que la comodidad lleve la batuta”[1]. Me gusta ese anhelo y esa fuerza. Si me dejo llevar por la comodidad no me alejaré nunca de mi orilla.

Le pondré excusas a Jesús para no seguir sus pasos. Temblaré al oír su petición, pero no le haré caso. Es muy fácil caer en una rutina aburguesada. Hago lo mínimo, lo que tengo que hacer. Y ya está. Sigo a lo mío.

Pero hoy Pedro reacciona y hace lo que Jesús le pide: “Pero, por tu palabra, echaré las redes”. ¡Cuánto respeto! ¡Qué docilidad! Me sorprende. Vence su comodidad. Quiere estar con Jesús.

A mí me gustaría ser como Pedro. Escuchar su voz y obedecer sus órdenes, ponerme en camino, navegar mar adentro, echar las redes y confiar más. Es lo que me pide Jesús. Me gustaría decirle siempre que sí, que en su nombre quiero echar las redes. Aunque tiemble al decírselo.

Quiero vaciarme para que tenga más vida en mí. Y confiar en que después las redes estarán llenas de peces, porque Él lo quiere. Quiero atreverme a dejar las redes que estoy lavando para seguir sus pasos. Me gustaría tener esa fe, esa confianza ciega.

Yo desconfío a menudo de Dios y tengo miedo de perderlo todo, de perder mi tiempo. Me da miedo errar el tiro. Y no arriesgo. Por eso temo ofrecerle mi vida por entero. Y a la vez me da miedo quedarme preso de mis gustos, de mis aficiones, de mis tiempos.

Me da miedo que la pesca no sea milagrosa y tenga que volver a casa de nuevo fracasado. Y también me da miedo perder las seguridades de la orilla y no conseguir nada en un mar profundo. Tengo miedo a navegar tan hondo. No me atrevo a veces a hacer las cosas como Él me pide.

Y al final la pesca es milagrosa. Y entonces, asombrados, lo dejan todo y le siguen:“Y, puestos a la obra, hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red. Jesús dijo a Simón: – No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Ellos sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron”.

[1] J. Kentenich, Hacia la cima

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