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Carol: Qué pensamos cuando vemos

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Hilario J. Rodríguez - publicado el 07/02/16

En Al faro de Virginia Woolf hay continuas referencias a un cuadro en fase de ejecución, sobre el que a veces se hacen minuciosas observaciones pero nunca se muestra completo ante el lector. No se llega a ver porque el cuadro es la novela, donde los dispositivos del realismo decimonónico se descomponen con la irrupción de un punto de vista íntimo que vuelve lo real subjetivo y temporalmente informe. Todo esto obliga al lector a asumir nuevas responsabilidades, como si alguien hubiese apagado la luz en las ficciones y ya nada fuera visible. Como si el mundo volviese a estar pendiente de ser cartografiado.

Carol (2015) de Todd Haynes funciona como la novela de Virginia Woolf, permitiéndonos ver los detalles y ocultándonos la imagen final. Sabemos, por ejemplo, que a la protagonista la interpreta Cate Blanchett, y también que es madre de una niña, que su matrimonio atraviesa una crisis y que le gustan las mujeres. Nada de eso, sin embargo, nos permite unir las piezas para dar forma a un retrato fiable, tampoco para juzgarla. ¿Es fría, manipuladora, veleidosa? ¿Real?

Responder a esas preguntas la condenarían a ser un personaje de un melodrama a lo Douglas Sirk o un thriller a lo Patricia Highsmith, y Carol -me parece- quiere ser otra cosa aunque algunos de sus rasgos se puedan relacionar con las fuentes citadas, en el caso de Sirk porque es uno de los referentes fílmicos de Todd Haynes y en el caso de Highsmith porque la película se basa en su segunda novela, publicada bajo seudónimo. Si cayésemos en esa tentación, estaríamos actuando como Scottie (James Stewart) en Vértigo (1958, Alfred Hitchcock) cuando intenta de manera obcecada y siniestra convertir a Judy (Kim Novak) en Madeleine, sin darse cuenta de que en realidad son la misma persona, quizás porque no puede asumir los extraños contratos y desviaciones que a veces existen entre la forma y el contenido.

Una de las primeras películas de Todd Haynes, Superstar: The Karen Carpenter Story (1987)[i], utilizaba muñecas barbie en lugar de actores, haciendo gala de una estrategia que le permitió meditar sobre los juegos infantiles y sobre la perversa imagen que proyectan de la realidad. En la pantalla, las muñecas al final consiguen imponerse como algo más que objetos, suscitando las mismas emociones implícitas en una película con actores de carne y hueso.

Después de todo, la historia es real y bien conocida entre los norteamericanos: una cantante comienza a tener problemas con su cuerpo en cuanto se vuelve famosa, convirtiendo su ligero sobrepeso en una obsesión que desemboca primero en la anorexia y la dependencia de los barbitúricos, y luego en la muerte. Si al principio uno puede sacar la conclusión de que Todd Haynes está burlándose de los hermanos Carpenter, en concreto de Karen, sobre quien gira la historia, enseguida hay una transformación. Las muñecas cambian aunque en apariencia sigan siendo iguales.

Sus formas se diluyen a medida que los diálogos las colocan en una historia real, cada vez más angustiosa, en lugar de colocarlas en un juego infantil[ii]. Entonces nos damos cuenta de que las muñecas son seres sin vida propia, inermes ante los caprichos de quienes mueven sus hilos, obligándolas a actuar siguiendo los dictados de otro, cuando no se las somete a «inocentes» exploraciones anatómicas que nadie puede considerar violaciones porque las llevan a cabo niños y no adultos.

Richard, el hermano de Karen Carpenter, denunció a Haynes por lo que consideraba un insulto hacia la figura de su hermana, uno de los iconos incontestables de la cultura estadounidense. El objetivo de Haynes, que consistía en representar la cultura contemporánea a través de sus peligrosas representaciones, equivocó su hoja de ruta al pretender profundizar en una imagen cuya superficialidad es lo único que la mantiene todavía hoy con vida. Aunque lo que intentaba era cuestionar ciertas imágenes y el grado de identificación que uno puede tener con ellas, fueron las imágenes las que acabaron cuestionándolo a él y convirtiendo su película en una obra que aún sigue viéndose de manera clandestina (aunque hoy en día ciertas formas de clandestinidad sean de acceso público a través de internet).

La clandestinidad es también uno de los temas que atraviesan Carol, no solo por algunos de los espacios en los que la protagonista se encuentra con Therese (Rooney Mara), en habitaciones de motel, bares de carretera o en el interior de un coche, sino por la gélida distancia que a veces parece separarlas en sociedad, donde las formas parecen ser lo único importante.

En ese sentido, son Carol y Cate Blanchett quienes hacen el mayor esfuerzo, una negándose como personaje y la otra controlándose como actriz, para expresarse a través de sutiles desplazamientos, frases reiterativas, inacabadas, enigmáticas («no sabes cómo te sientes», «quizás quieras…», «ves…»); intensas miradas pese a la inexpresividad del rostro, leves movimientos gestuales, control físico sobre las emociones…

Obviamente, ella es mayor, ya tiene una posición social, mantuvo relaciones con otras mujeres antes, y sabe cuál es el valor de las apariencias, cuándo acentuarlas, ante quiénes, y por qué. Es consciente de que, en mitad de un proceso de divorcio y con la sombra de un «comportamiento moralmente dudoso» según su marido (Kyle Chandler), puede perder la custodia de su hija (Kk Heim), por quien estaría dispuesta a sacrificarlo todo aunque a su lado la veamos actuar con el mismo distanciamiento y la misma cautela que muestra al lado de otros personajes durante el resto de la película. Por supuesto, nunca llegamos a estar seguros de si es ella o la cámara la que establece esa distancia y esa cautela.

En Estados Unidos, la vida de los pobres, con sus penurias diarias y con sus estrecheces constantes, suele dar pie a lo que se conoce como cine social. La vida de los más ricos, por su parte, suele ser la fuente de inspiración de un género hoy tan oxidado como el melodrama. Todd Haynes hizo dos incursiones en él: Lejos del cielo (Far from Heaven, 2003) y la serie Mildred Pierce (2011), cuyas imágenes muestran lo que se agazapa por debajo de los reportajes de muchas revistas del corazón en los que famosos de todo tipo enseñan sus casas, llenas de muebles caros y obras de arte, mientras la termita trabaja destruyendo las apariencias lentamente, con escándalos, adulterios, coqueteos con las drogas, sobornos, corrupción, y un largo etcétera.

Algo bastante claro después de ver Lejos del cielo, Mildred Pierce o Carol es lo explícitas que resultan desde un punto de vista emocional, mientras que desde un punto de vista intelectual son menos claras, quizás porque tienen, cada cual a su manera, Hollywood como escenario o como modelo de sus imágenes. Hasta cierto punto, se preguntan (y nos preguntan) en qué momento los personajes de los melodramas de los años cincuenta se transformaron en signos para ser diseccionados en las clases de semiología de las universidades y cuándo las actitudes alienadas fueron las únicas formas de comportamiento aceptadas por la imagen. Sus fotogramas insinúan que detrás de un mundo diseñado para que la gente lo contemple admirada hay siempre una importante dosis de opresión y mentira que delata a quienes, más allá de las ficciones, construyen sueños pretendiendo vender con ellos una versión habitable de la realidad.

Esa ficción real la habíamos visto antes en La edad de la inocencia (Age of Innocence, 1993, Martin Scorsese), con el mismo brío introspectivo de Carol pero aún con mecanismos decimonónicos. Allí la voz de Joanne Woodward servía como narrador omnisciente, y nos ayudaba a penetrar, entender y organizar imágenes que daban forma a un mundo capaz de comportarse de una manera pero pensar de otra, disociado entre un relato de apariencias y otro de pulsiones.

De esa manera, una historia de amor quedaba sepultada bajo los cascotes de una sociedad opulenta e hipócrita, en cuyas reuniones sociales nadie podía desentonar ante la cámara aunque luego, entre las diferentes fotografías de los álbumes familiares, hubiese corrientes ocultas en la vida de cada uno de sus miembros. Aquel era un catálogo de personajes y objetos, organizados con un sentido jerárquico a punto de colapsar. Las mesas mimadas hasta el último detalle, los preparativos de boda, los libros intensos, los trajes hechos a medida, la correspondencia privada…

Carol, en ese sentido, podría entenderse como el colapso del archivo, de todo sistema clasificatorio, aunque curiosamente las dos protagonistas se conozcan en unos grandes almacenes, donde no solo los objetos y el espacio parecen obedecer reglas inexpugnables, sino también el tiempo y el tipo de atenciones que se le dedican a los clientes.

Todd Haynes y el director de fotografía Ed Lachman hicieron una minuciosa labor de documentación antes de dar con la paleta cromática y lumínica que necesitaban para Carol. En principio, se fijaron en la obra de fotógrafas durante la década de los cincuenta, como Ruth Orkin, Esther Bubley, Helen Levitt y Vivian Meier, en busca de puntos de vista femeninos sobre la realidad, más íntimos que documentales. No les interesaban los rituales sociales sino más bien la forma de posicionarse de una mujer ante ellos, definiéndose a través de su mirada y no a través de su imagen.

Seguramente por eso Therese en la película se convierte en una fotógrafa en ciernes y no en una diseñadora como en la novela, para irse transformando poco a poco de objeto en sujeto, mientras explora su atracción hacia Carol sin saber muy bien cuál es su papel porque carece de modelos a los que imitar. Su papel al principio no es pasivo, es simplemente indeciso. ¿Qué se hace con otra mujer hacia quien te sientes atraída? Ella misma se siente extrañada cuando piensa que con Carol nunca ha ido al cine, que es lo que se suele hacer con los novios y amigos.

Al hablar acerca de su película Velvet Goldmine (1998), uno de sus trabajos más arriesgados y más incomprendidos, quizás porque se adelantó a su época o porque creó su propia época, Haynes dijo:

«Oscar Wilde es un referente claro, sobre todo porque consigue invertir la dialéctica de la naturaleza y siente desconfianza hacia lo que domina hasta ese momento. Eso se refleja en su naturaleza sexual, que supuestamente no es natural, tanto que la sociedad no tiene nombre para ella, ni siquiera una imagen. Así que tiene que crear su propia imagen para rellenar el vacío que él abre. Algo que para mí es radical. Eso mismo, que Oscar Wilde lleva a cabo con sentido del humor e ingenio, el glam lo lleva a cabo con la música.»

Esa pretensión de crear una imagen propia es lo que uno descubre detrás de cada uno de los trabajos de Haynes. Su propósito principal siempre parte de proponer una imagen en apariencia banal y ver qué encubre detrás. Puede decirse que si en general investiga formas representativas del Hollywood clásico, desde las películas de serie B a los melodramas de Douglas Sirk, nunca deja de incorporar en ellas rasgos del cine experimental.

Para Carol, sin ir más lejos, se inspiró en la obra del fotógrafo Saul Leiter[iii], cuyas fotografías rehuían las aproximaciones frontales a la realidad y se alejaban de la angustia y la decepción implícitas en el trabajo de Robert Frank o William Klein, para proponer nuevas formas de reencuadrar y enfocar que durante mucho tiempo fueron consideradas triviales pero que ahora nos ayudan a superar la monolítica visión que teníamos de los años cincuenta (y por extensión de nuestra propia época).

A Leiter se lo ignoró hasta hace poco porque sus trabajos más visibles aparecían en revistas de moda, y porque sus intereses no respondían ni a los compromisos documentales con la realidad ni a los planteamientos artísticos más obvios, conforme con buscar puntos de vista en los que una imagen pareciese estar fuera del alcance de la mirada (o casi), en un universo secreto e íntimo, en el que algo invisible acaba definiéndose ante nuestra mirada.

[i]

[ii] Una estrategia similar, aunque con diferentes fines, se puede ver en Los rubios (2003, Albertina Carri) o La imagen perdida (L’image manquante, 2013, Rithy Panh), donde la Historia con mayúsculas (los desaparecidos durante la dictadura de Videla en Argentina y el régimen de los jemeres rojos en Camboya) no se busca en el archivo sino en el imaginario de quienes se vieron obligados a recrearla porque no quedaban rastros de ella y porque ellos eran sus herederos inmediatos.

[iii] En este enlace se pueden encontrar información sobre su carrera y algunas de sus fotografías, que muestran una novedosa manera de encuadrar la realidad, no de forma directa sino transversal, liberándola de su significado inmediato y proporcionándole posibilidades hermenéuticas bastante sorprendentes.

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