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¿Es esta vida que llevo la que soñé?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/02/16

Cuando cuestionamos lo vivido y sentimos la necesidad de cambiar...

Me gusta creer en la bondad del alma. En lo que podemos llegar a ser si soñamos con las cumbres.

El otro día vi un cortometraje con la historia del vendedor de sueños. Un hombre que vendía sueños en un autobús. Había vendido cientos de sueños que no costaban dinero. Sueños que estaban en el fondo del alma de cada uno, dormidos.

Porque es así. Soñamos mucho, pero lo olvidamos, nos aferramos a la vida. O la vida nos lleva de un lado para otro exigiéndonos. Y nos acabamos conformando con lo que hacemos y vivimos. Con lo que hablamos y conquistamos. Y de ahí no salimos. No vamos más alto. No soñamos.

Quiero hacer un momento de silencio y preguntarme: ¿Qué sueño? ¿Cuál es el sueño que mueve mi corazón? Puede que lo haya reprimido. Cuando es así, en momentos de sequedad, surgen tal vez esas crisis de la vida que nos confrontan con nosotros mismos, con nuestra pobreza.

Se habla mucho de esas crisis en la mitad de la vida, cuando ponemos en duda tantas cosas vividas y nos planteamos hacia dónde navegamos. ¿Dónde quedaron nuestros sueños? ¿Hemos hecho algo bueno durante todos estos años? ¿Hemos logrado lo que anhelábamos cuando éramos más jóvenes?

Muchas veces en la mitad de la vida nos preguntamos hacia dónde vamos. No son malas las crisis porque nos hacen quedarnos con lo más auténtico y verdadero de lo que vivimos. Y nos permiten dejar de lado lo que nos pesa y ata. Pero puede suceder que no asumamos bien estas crisis.

El otro día leía: “Nos encontramos con dos comportamientos defectuosos en la mitad de la vida: uno consiste en no ver el contrario de la actitud consciente. Es el aferramiento a los antiguos valores, la caballaresca defensa de principios. De ahí la obstinación, el endurecimiento y la limitación. La otra reacción es echar por la borda los valores que hasta el momento de la crisis estuvieron vigentes. Así permanece la represión y solamente cambia de objeto. En la segunda mitad de la vida se trata no de una conversión a lo contrario sino del mantenimiento de los valores antiguos a la vez que se reconocen sus contrarios”[1].

Podemos reaccionar bien con los cambios y las crisis o rebelarnos por no aceptar lo que estamos viviendo.

Me toca a menudo conocer personas que llegan a cambios pendulares que no siempre ayudan a madurar de verdad: “Cambios de profesión, separaciones, mutaciones religiosas, apostasías de todo tipo son los síntomas de este movimiento pendular hacia lo contrario. Se cree que por fin se puede vivir lo reprimido. Pero en lugar de integrarlo se cae víctima de lo no vivido y se reprime lo vivido”[2].

Siempre hay algo reprimido en el corazón, algo no vivido. Para ser realistas, es imposible que lo vivamos todo. Vivimos algunas cosas y no vivimos otras.

El padre José Kentenich solía hablar de la ley de la vida no vivida que siempre se acaba haciendo presente: “La generación que llega quiere afirmar, acentuar y hasta sobre-acentuar el lado de la vida que la generación anterior postergó. Esta ley debe ser tomada en serio”[3].

Cuando algo en nuestra vida ha quedado reprimido y no se ha vivido, puede suceder que en una cierta edad surja con fuerza el deseo de vivir lo que no hemos vivido antes. Los años pasan y no queremos dejar pasar el tiempo.

Pero esta actitud tiene siempre sus riesgos. Es importante no tomar decisiones precipitadas, ni tirar por la borda todo lo vivido hasta entonces. Como decía Carl Gustav Jung: La vida no vivida es una enfermedad de la que se puede morir.

Si lo enfrentamos mal, podemos llegar a hacer cosas que no queríamos hacer, tirar por la borda una vida entregada por grandes ideales.

Tenemos que tomar en cuenta las cosas no vividas, es verdad. Valorar lo que no se ha desarrollado en nosotros y respetarlo. Pero siempre buscando lo que Dios nos pide.

A veces se pueden dar sobre-acentuaciones. Son manifestación de que olvidamos algo, reprimimos algo y puede que haya llegado el tiempo de cambiar.

Los cambios son buenos siempre que nos ayuden a ser mejores, a amar más y mejor, a ser más santos. Cambiar por cambiar no tiene sentido. Sólo tiene sentido si el cambio me lleva a purificar lo que hay en mí, a ser más auténtico en mis relaciones, a llevar una vida más honesta, a ser más fiel a mis decisiones.

Todos cambiamos en la vida. Pero no siempre cambiamos para bien. Ojalá siempre pudiéramos decir que estamos cambiando para mejor. Que somos mejores personas que ayer y algo peores que mañana. Que nos hemos escapado de algún cajón en el que nos habían encasillado otros o bien nosotros mismos por miedo a la vida. No lo sé.

Cambiar es propio de la vida. Nos permite desarrollar aspectos de nuestra personalidad no desarrollados.

El vendedor de sueños que antes mencionaba vendía un sueño cada vez que alguien, en un momento de silencio, pensaba en su sueño imposible y se ponía en camino para hacerlo realidad. Cada vez que alguien dejaba sus miedos y prejuicios y se lanzaba a la vida dispuesto a amar más, con más hondura, sin miedo. Cada vez que una persona escuchaba la voz del alma y obedecía sabiendo que asumir riesgos era la única forma de avanzar en la vida.

Creo que cambiar lo que hacemos tiene que ser siempre escuchando a Dios en el alma, buscando sus deseos más verdaderos y dejando de lado nuestra tendencia a la comodidad.

[1] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 92

[2] Anselm Grün, La mitad de la vida como tarea espiritual, 92

[3] J. Kentenich, Un paso audaz, textos sobre la misión del 31 de mayo

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