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Sé que mi bebé morirá cuando nazca, pero….

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Tommy Tighe - publicado el 31/01/16

En circunstancias tan duras, la Piedad es la respuesta

Hay objetos que flotan silenciosamente por encima de nosotros y de los que nadie se percata, como nubes negras invisibles; hay una oscuridad que los demás no pueden ver, a no ser que queramos compartirla.

Para mi esposa y para mí, esa nube negra invisible se ha convertido en algo que ya no podemos esconder.

Con cada día que pasa, nuestro precioso bebé continúa creciendo y desarrollándose en la seguridad del útero de mi esposa. Antes de que hiciéramos esta última ecografía, cada paso de nuestro viaje hacia el nacimiento de nuestro cuarto hijo nos llenaba de felicidad, entusiasmo y una ansiosa expectación.

Pero ahora, cada día que pasa nos acerca cada vez más otro día muy distinto, el día más aterrador de nuestras vidas.

Hace poco, en lugar de salir de la ecografía con una larga tira de fotos de nuestro hijo, salimos envueltos en profunda tristeza, tras recibir el diagnóstico fatal de una agenesia renal.

Aunque el bebé continúe creciendo y desarrollándose en la protección del útero de mi mujer durante lo que queda de un embarazo, por lo demás, normal, el pronóstico es que sólo consiga sobrevivir unos pocos minutos desde su nacimiento.

Este hecho se ha convertido en el objeto de nuestro silencio, ese del que nadie puede percatarse totalmente.

Mi preciosa esposa continuará avanzando firme y valientemente hasta completar esta odisea durante las próximas 20 semanas y, sin duda, le lloverán los buenos deseos de aquellos que ven la inminente maternidad, pero no pueden ver la agonía.

Habrá comentarios bienintencionados, como “¡Un cuarto hijo, nada menos!” o “¡Te van a faltar las manos para cogerlos a todos!”, pero los sentiremos como golpes en nuestros oídos y nos hundirán bajo el peso de saber lo que nos aguarda el futuro.

Cada centímetro que crece, cada patada y cada movimiento que sentimos entrañan una extraña mezcla de conmovedor júbilo y de pena desgarradora, en este camino que nos lleva a nuestra personal e inevitable Piedad.

¿Cómo se supone que vamos a enfrentarnos a algo así? ¿Cómo vamos a seguir adelante cuando el peso de nuestro objeto silencioso nos acerca al umbral de la desesperación y de la angustia?

Sólo se hace posible cuando nos damos cuenta de que hay Alguien que sí conoce este objeto silencioso del que nadie se percata; Él lo sabe; su Madre lo sabe; no importa lo invisible que pueda ser para el resto de los que nos rodean.

Aquel primer domingo de misa después de la ecografía, no podía evitar mirar al crucifijo con una ira desesperada. Le clavaba mi mirada mientras en mi mente se arremolinaban inevitablemente unos pensamientos del tipo: ¿Cómo has podido hacernos esto? ¡Tienes que arreglarlo!

Y al mismo tiempo, paradójicamente, sentía que lo que más quería era desfallecer entre sus brazos abiertos. Sabía que estando en su presencia y en la de su Madre Bendita era la única forma que tenía de encontrar algo de paz, algún tipo de alivio.

Ellos conocen los objetos de mi silencio, esos elementos que mantengo encerrados, y pueden aportarme la tranquilidad que deseo con tanto fervor.

A medida que mi familia recorre este camino, anticipando el momento más doloroso y amargo de nuestras vidas, no hay otro sitio al que podamos recurrir. Con lágrimas en los ojos, volvemos la mirada hacia Jesús en la cruz, contemplamos a María sosteniendo el cuerpo de Jesús, en La Piedad, y ahí encontramos otro tipo de paz, inmersa en un lugar profundo y silencioso.

Es el tipo de paz que sólo llega cuando damos a conocer el objeto de nuestro silencio, cuando es recibido y comprendido con amor incondicional.

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