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¿Puedo yo cambiar el mundo?

niño vestido de superheroe

© CRISTINA BOCETA

Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/01/16

Hacer siempre suma, no hacer nada resta

Me gusta pensar en el valor de las cosas que hago. Pienso en la fuerza que tienen mis actos, y a la vez, veo lo poco que logro con mis propias fuerzas. Hago mucho. Pienso más. Sueño y espero. Pero muchas veces mis acciones se quedan en pensamientos. Y las obras que acumulo apenan dejan ver los resultados que espero.

Decía el cardenal John Dearden:De vez en cuando, dar un paso atrás nos ayuda a tomar una perspectiva mejor. El Reino no sólo está más allá de nuestros esfuerzos, sino incluso más allá de nuestra visión. Durante nuestra vida, sólo realizamos una minúscula parte de esa magnífica empresa que es la obra de Dios. Nada de lo que hacemos está acabado, lo que significa que el Reino está siempre ante nosotros”.

A veces pretendo llegar a Dios cargado de obras, de méritos. Coleccionando las catedrales construidas con mis piedras, con mis actos de amor y de entrega. Creo que mis actos son una minúscula parte de la inmensa obra de Dios. Apenas aporto con mi entrega.

Pero tengo claro que lo que yo hago con mi vida sí que importa, claro que suma, como un grano suma a la arena de la playa y una gota a la profundidad del mar. Claro que creo que vale más dar la vida en un gesto de amor que simplemente permanecer escondido sin hacer nada. Hacer siempre suma. No hacer nada resta.

Creo en el amor que se expresa en obras, no sólo en palabras. Creo en el abrazo de perdón, más que en la palabra que lo expresa. Creo más en la vida silenciosa que se entrega que en mil promesas de fidelidad eterna. Creo en el sí dicho con el alma, con la vida. Y no sólo en el sí que se queda en una promesa.

Sí, definitivamente creo en las obras. Porque nos definen como personas. Nos forman, nos hacen de nuevo. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Un gesto más que mil promesas. Por eso a veces me da miedo que me juzguen por mis obras.

Una persona rezaba: “Temo, Jesús, que hablen mal de mí. O que simplemente hablen. Temo que juzguen mi vida desde lejos. Pensando en mis talentos y defectos. Que me analicen. Que juzguen mis actos y mis palabras. Déjame confiar Jesús en tu mirada y no tanto en la mirada de los hombres. Déjame creer en tu misericordia. En tu amor que se vuelca sobre mi vida”.

Yo también confío más en la mirada de Dios que en la de los hombres. Confío en su misericordia. Pero a veces veo que hay más cosas que no hago. Y mis omisiones aumentan. Quisiera llenar el mar a cubos. O retener la lluvia en el pozo del alma.

Quisiera tocar el cielo con mis manos. Y ver el rostro de Dios detrás de todo lo que hago y consigo. Quisiera ser yo tan misericordioso como Jesús con los hombres. Quisiera construir inmensas catedrales. O recorrer esos caminos que Dios quiere que recorra.

Pero noto que mis actos no me cambian tanto como la presencia del Espíritu en mi alma. Son sólo actos. Pasan por mis manos. Se deslizan en mis gestos. Son expresión del cambio del alma. Y yo pretendo a veces que haciéndolos me cambie todo por dentro.

Y sigo pensando que soy yo en primera persona quien hace, quien logra, quien decide, quien cambia. Y no le dejo a Dios espacio en mi corazón para cambiar la vida. Para que mis obras sean sus obras. Para que su amor en mi alma sea mi propio amor.

Y busco que mis palabras trasmitan lo que yo llevo dentro. Y me olvido que Dios en ellas se hace visible y obra lo que yo no obro. ¡Cuándo aprenderé de una vez por todas que mis actos son limitados! Pero no por ellos intrascendentes.

Es cierto. Importan. Porque suman. Y porque Dios con ellos obra milagros. Y yo sólo soy su instrumento. Y le doy valor a todo. A lo que hago y a lo que evito. A lo que logro y a lo que fallo. Sé que lo que yo aporto nadie más lo aporta. Porque creo en el don que Dios siembra en mi alma.

Sé que mi originalidad produce obras originales. Pero es Dios el que actúa en mí. Cada uno tenemos un talento que entregar. Y no puedo dejar de dar gratis lo que he recibido gratis.

Sé que Dios tiene una misión para mí sembrada en el alma. La descubro. La entrego. Cada acto que hago me define, me hace de nuevo. Es importante. Es valioso. Le digo que sí a Dios. Me pongo en sus manos por entero. Él obra los milagros.

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