Para muchos conversos hoy, la relación con la familia no creyente puede llegar a ser muy dolorosa
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Muchos jóvenes vuelven a la Iglesia, tanto los pertenecientes a la generación de Juan Pablo II como los llamados millenials que han descubierto la fe. Su regreso al hogar de la fe, no obstante, no siempre es bien recibido por sus padres o abuelos.
Para muchos padres y madres de conversos, en particular aquellos que crecieron en la década de 1960 y que ponen en duda a toda autoridad (si no es la suya), el regreso de su prole a la Iglesia les puede sentar como una bofetada en la cara.
Hay un sensación palpable de traición: “¿Acaso no os criamos para ser algo mejor? ¿Ya no apoyáis el derecho a decidir? ¿Y de dónde han salido tantos hijos?”.
Para muchos conversos, sufrir una persecución abierta no es un fenómeno ajeno, sino que sucede en el mismo lugar que ellos consideran su hogar.
No son extrañas las amenazas de ser desheredados, de cortar toda comunicación y o de distanciamientos movidos por la cólera.
Ciertos padres dejaron clara su preferencia a su hijo John de 24 años, que acababa de unirse a la Iglesia: “Nos gustaba más el antiguo John”.
Y cuando sale el tema de la vida religiosa o del sacerdocio, los padres fuera de la fe pueden ser unos huesos duros de roer.
Hubo una joven que sintió la llamada a la vida monacal que no pudo soportar la presión a la que la sometían sus padres, sobre todo al ser hija única.
Otra madre, cuyo hijo había entrado en el seminario, despotricaba contra los amigos católicos de su hijo que no se habían hecho curas: “¿Por qué no os llevan a vosotros en vez de a él? ¡Es mi único hijo!”.
Ciertamente, arrebatos de este tipo pueden someter a una gran presión, incluso entre los más piadosos, a los que intentan vivir respetando el cuarto mandamiento: honrarás a tu madre y a tu padre.
Dichas relaciones ponen a los jóvenes católicos en una incómoda situación en la que intentan no sólo superar el malestar de sus padres, sino también ayudarles de forma activa a traerlos de vuelta a la Iglesia.
Tal y como analizo en mi libro Nudging Conversions (“Animar a la conversión”), ayudar a los progenitores a volver a la fe puede ser una tarea ardua, puesto que se revierte la dinámica natural entre padre/madre e hijo. Nadie quiere tener la sensación de que su familia se ha convertido en aquella película, Ponte en mi lugar, en la que la hija se convierte en el adulto maduro y la madre regresa (si es que alguna vez la dejó) a la problemática adolescencia.
Para hacer frente a este problema parental, el mejor comienzo es la oración. Cuanto más sana sea tu propia fe, más fácil será soportar las burlas y/o difundir tu fe entre otros.
A través de la oración, el Espíritu Santo te ofrece también la perspicacia de saber qué decir a tus padres y qué rogar por ellos en la oración, dada la situación particular de cada uno.
Cada persona es única y recorrerá un viaje igualmente único hacia su descubrimiento de Dios. Por descontado que en ocasiones hay relaciones que pueden ser tóxicas y es necesario establecer ciertos límites, para lo cual, de nuevo, el consejo del Espíritu Santo es crucial.
La paciencia es la segunda herramienta fundamental. No hay que preocuparse de tener que convencer a tus padres de una sentada de la verdad del catolicismo. Más bien se trata de un proceso, como pelar una cebolla (exacto, y a veces las lágrimas acompañan la tarea).
Es fácil sentir frustración o irritación cuando tus mayores se comportan con inmadurez: cuando están absortos en sí mismos, cuando no atienden a razones o cuando sólo quieren salir por ahí con sus amigos o ver un partido en lugar de ir a la iglesia contigo.
De hecho, puede resultar muy irritante y te hará pensar que hoy en día, es difícil criar bien a los padres. Agobiarles, insistirles, saturarles de información… son estrategias que no darán resultado.
Mejor darles amor y cariño constantes, quererles tal y como son —con verrugas y todo— mientras que plantas alguna semillita de fe cuando sea posible.
Muchos de los adultos de hoy ya han vivido muchas experiencias, por las circunstancias actuales de nuestra cultura. Esto es algo tanto bueno como malo.
Por un lado, cuando las personas lo han probado prácticamente todo en su vida, a veces lo único que les queda por probar es volver a la fe de su infancia, a la Iglesia que antes nunca habían tenido en cuenta de verdad.
El lado difícil, por supuesto, es que dentro de esas experiencias puede haber también muchos impedimentos para que se produzca una comunión completa, en particular en áreas relacionadas con el matrimonio y el divorcio.
Dios, no obstante, no pasa de puntillas sobre las dificultades, sino que se concentra en la raíz del problema.
Aunque pueda ser doloroso para todos los involucrados, no hay nada parecido a la libertad que acompaña vivir en la voluntad de Dios, liberados de las cadenas del pecado.
A veces, lo necesario para transformar a un padre o un abuelo puede surgir de los sitios más impredecibles.
Recientemente, escuché la historia de un chico que estaba haciendo su Primera Comunión y que, durante los ensayos, le preguntó inocentemente a su abuelo si él recibiría la Eucaristía también.
Esa pregunta cambió la vida del anciano. “¿ Por qué no la recibo yo también?” era una idea que se repetía constantemente en su cabeza, hasta que se dio cuenta de que eran la cultura y su propio descuido los que le habían alejado de la Iglesia. Volvió a su fe con fervor.
Convertir a los padres no es tarea imposible. Y no importa cuánto protesten, la verdad, porque no hay mejor manera de honrar a tu madre y a tu padre.