Aborda un episodio fundamental de la historia británica, pero con un enfoque discursivo y más bien desdibujadoLa dramaturga y guionista Abi Morgan va camino de convertirse en un subgénero cinematográfico en sí misma. Desde que, inspirándose en la figura de Margaret Tatcher, le ofreciera a Meryl Streep ese insulso vehículo de lucimiento que era La dama de hierro, la británica se ha especializado –o la propia industria fílmica le ha obligado a especializarse– en escribir relatos de época que exploran figuras femeninas obligadas a enfrentarse, de una manera u otra, a la discriminación y a la incomprensión de su entorno social más próximo.
Una estructura global que cumplen, a rajatabla, tanto su trabajo en la miniserie Birdsong como en otro largometraje de prestigio, The Invisible Woman. Cine de mensaje, muy (auto)consciente de serlo, y que depende del talento de quien se encuentra tras las cámaras para remontar los convencionalismos kenloachianos en los que acostumbra a caer Morgan. Si, en The Invisible Woman, Ralph Fiennes lograba hacer volar el relato gracias a una cuidadísima labor de puesta en escena –llena de ideas visuales afortunadísimas–, en la anterior Shame, la guionista se benefició, y de qué manera, de colaborar con un director con las ideas tan claras, y un universo tan personal y tan rabiosamente cinematográfico, como Steve McQueen.
No es el caso, aclarémoslo ya, de Sarah Gavron, la directora de Sufragistas, para la que Morgan había coescrito su ópera prima, Brick Lane, y que aquí parece querer devolverle el favor ejerciendo de mera artesana para lo que, en todos los sentidos, está concebido como un proyecto importante.
No hay duda de que el tema que aborda el largometraje lo es –la lucha de las sufragistas para convencer al gobierno británico, a principios del siglo XX, de permitir el voto femenino–, pero se ahoga en una construcción dramática dubitativa, irregular en su indeterminación argumental, que pretende introducir tantos elementos, tantas figuras históricas esenciales, que, casi sin darse cuenta, acaba descuidando su propio discurso emocional. Una cosa es que Maud Watts (Carey Mulligan), como resulta evidente desde su primera aparición, sirva para guiar a los espectadores a través de los hechos históricos narrados, y otra bien distinta que, por momentos, tanto Morgan como Gavron se olviden de que es un personaje, y lo traten como un simple mecanismo dramático.
No en vano, los mejores momentos del largometraje son aquéllos que describen, de forma directa, a ras de suelo, las consecuencias personales de la implicación política de sus protagonistas: ahí es donde asuma su lado vulnerable, humano. Con el que resulta más fácil identificarse.
Se diría, de hecho, que Sufragistas es el resultado de condensar el guión de una miniserie de varios capítulos en un largometraje de duración estándar, pues quedan demasiados flecos, demasiadas líneas argumentales sin rematar, para dejar, a largo plazo, una huella profunda en el espectador. Lo que también repercute en el arco dramático de los propios actores, que, exceptuando a la propia Mulligan, se ven obligados a rellenar los huecos de unos personajes que, en demasiadas ocasiones, están edificados sobre puros prototipos dramáticos –quizás el ejemplo más doloroso sea el del inspector de policía que interpreta Brendan Gleeson, que el irlandés salva a base de puro peso específico como intérprete–.
En ellos, por eso mismo, no convence un compromiso ideológico que parece responder, más que a las certidumbres que debería haber explorado en profundidad el filme, a la importancia que le damos desde nuestra realidad sociopolítica contemporánea. De ahí que impacten mucho más las imágenes documentales finales, que muestran a las sufragistas reales manifestándose tras el fallecimiento de Emily Davison, que todos los esfuerzos discursivos previos de sus máximas responsables: en esos breves instantes, se respira, por fin, verdad.