Estamos llamados a ser diferentes al resto del mundo
Es sorprendente lo que pasa cuando tu equipo de béisbol, tras una mala racha, comienza a ganar.
De repente cada día es primavera y pasas de la apatía al entusiasmo, de la desesperación a la esperanza.
Soy de Long Island y he visto toda mi vida a los Mets de Nueva York y ha sido punto menos que un purgatorio, sin ninguna seguridad de que llegaría el paraíso.
El purgatorio real no podría ser tan humillante como las temporadas de los Mets, llenas de fracaso.
Pero luego, este año, los Mets nos dieron esperanza y algo más. El sábado pasado me llevé una gran sorpresa, como aficionado de béisbol y como predicador, mientras meditaba mi homilía y veía que ganaban los Mets.
Vi que Daniel Murphy batió un home-run, y no pude evitar saber más de él. Recordaba que Murphy era cristiano, y en alguna ocasión había faltado a una jornada inaugural porque su esposa estaba dando a luz, y dijo que primero era padre antes que jugador.
Me pareció una decisión heroica, especialmente cuando Sports Radio lo criticó por ello.
Pero pasó la temporada y todo quedó atrás, hasta que se volvió el jugador más guapo del béisbol.
No me había dado cuenta de la seriedad con la que se tomaba su fe -que no era apariencia, que había peso en sus creencias– hasta que vi una nota en el New York Times.
Ahí, leí que Murphy rezaba antes, durante y después de los juegos para serenarse y concentrarse.
Intentaba de la mejor manera no dejar que la obsesión por batear y hacerlo bien lo apartara de su fe. “Yo juego para gloria de Cristo”, dijo recientemente. “Es algo que olvido con frecuencia. A veces sustituyo la gloria de Cristo por la gloria de Daniel”.
Estas palabras concuerdan con un hombre que cada vez que puede habla de los demás y no de sí mismo. En cada entrevista al final de un juego observo que desvía la atención de sí mismo para centrarla en sus compañeros, siempre hablando bien de ellos, siempre señalando hacia otro lado. Eso es tener clase.
En una entrevista se le preguntó cómo había mantenido la calma durante un momento intenso, y su respuesta fue rápida, sin ensayarla y al grano: “Fue el Espíritu Santo, fue Jesús. Eso fue lo único que me mantuvo sereno”.
Eso es fe.
Y como sacerdote, aprecié mucho su oración:
“Rezo para buscar la santidad, no para hacer muchos hits”.
Eso es humildad.
Leer aquello mientras miraba a Murphy jugar, me dio la sensación de afinidad con él. Rezo para que cada día deje de hacer mi voluntad y crezca en santidad. Todos estamos llamados a hacer eso.
Un jugador de béisbol me estaba recordando que yo debía hacer también esa oración, pues ser gran jugador de béisbol –o sacerdote– te lleva hasta un cierto punto. Pero ser santo te lleva hasta el final. Al cielo, a la santidad, quizá.
Cuando se prepara una homilía, a veces una nueva dirección te empuja hacia otro lado. Como dijo Murphy, “es el Espíritu Santo”.
Estaba viendo a los Mets ganar mientras pensaba en Santiago y Juan, pero durante la homilía del día siguiente sólo pensaba en Daniel Murphy.
Los apóstoles Santiago y Juan querían sentarse junto a Jesús para ser importantes también, y recibir la gloria. Todos hacemos eso de vez en cuando. Todos tenemos ese instinto, de ser famosos e importantes y reconocidos en el mundo.
Pero nuestras vidas no nos fueron dadas para perseguir la gloria que el mundo nos impulsa a buscar. Jesús es muy claro cuando dice que eso no es para nosotros. Tú y yo estamos llamados a ser diferentes del resto del mundo. Incluso para contradecirlo.
Y un jugador de béisbol lo ha afirmado, mostrándonos cómo deberíamos vivir nuestras vidas.
El béisbol viene y va.
La gloria, si es buscada para nosotros mismos, terminará por dejarnos vacíos.
Pero si vivimos nuestras vidas para la gloria de Cristo, si le ofrecemos todo lo que tenemos, todo lo que hacemos, en cada momento, entonces y sólo entonces comenzaremos realmente a vivir.
Daniel Murphy parece entender eso. Los hits no lo llevarán al cielo. Pero la santidad sí y el amor de Jesús también.
Todo lo demás pasa. Murphy es alguien que lo entiende muy bien.
Por Michael Duffy