Cuando vivimos enamorados del Dios de nuestro camino, entonces estamos cambiando el mundo
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Pienso que la llamada a la santidad es una llamada a vivir anclados en Dios, en su corazón, cada día, en cada gesto.
Es una llamada a vivir sin dejarnos paralizar por el miedo que nos puede dar vivir la vida con hondura, con seriedad: “Si queremos ser santos tenemos que tomar las cosas en serio”[1].
Con la alegría de los niños, pero con seriedad. Confiando pero sin dejar que las cosas importantes se nos escapen de las manos. Confiados en el amor de Dios a la hora de enfrentar el futuro y sus encrucijadas.
Pienso que la santidad tiene que ver con amar profundamente a Dios y, sobre todo, con dejarnos amar profundamente por Él.
La santidad es más abandono que apego. Más don que conquista. Más gracia que mérito. Más sabernos amados que hacer muchas cosas. Más amar que lograr metas. Más dejarnos hacer que hacer. Más dejarnos amar que amar. Más libertad que esclavitud. Más donación que egoísmo.
Es la capacidad que Dios nos da para sobrevivir en circunstancias adversas.
Quiero ser santo, pero no de cualquier manera, sino con una sonrisa, con la mirada puesta en lo más alto, en el corazón de Dios. Un santo triste es un triste santo. Y un santo alegre es el reflejo lleno de luz del amor de Dios.
Decía el Papa Francisco: “Los que llevan adelante la Iglesia son los santos. Que son aquellos que fueron capaces de renovar su santidad, y renovar a través de su santidad la Iglesia. El primer favor que les pido es la santidad”.
La verdadera renovación la traen lo santos. Con su alegría, con su pasión por la vida, por Dios y por el hombre, lo cambian todo. Se alegran, se regocijan. Son libres para hacer del querer de Dios su alimento diario.
Como decía santa Teresa: “Vuestra soy, para Vos nací, ¿qué mandáis hacer de mí? Veis aquí mi corazón, yo le pongo en vuestra palma, mi cuerpo, mi vida y alma, mis entrañas y afición. Dadme muerte, dadme vida. Dad salud o enfermedad, honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz crecida, flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí: ¿qué mandáis hacer de mí? Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo, dadme alegría o tristeza, dadme infierno o dadme cielo, vida dulce, sol sin velo, pues del todo me rendí: ¿qué mandáis hacer de mí?”.
Hacen falta santos enamorados, santos fieles, santos con el sí inscrito en sus corazones. Santos que transforman con su amor el mundo que les rodea.
Santos que vivan despreocupados. Sin atarse enfermizamente a sus planes. Sin agobiarse por un futuro que no pueden controlar. Esa santa indiferencia ante la vida que tanto deseamos.
Es el don de la santidad el que pedimos cada día. Porque hacen falta muchos hombres santos. Cuando vivimos así, haciendo lo que Dios nos pide. Cuando llevamos su amor en vasijas de barro, y aun así no nos desanimamos, no nos escondemos.
Cuando vivimos enamorados del Dios de nuestro camino, entonces estamos cambiando el mundo. Entonces estamos haciendo posible el reino de Dios. Entonces estamos sembrando semillas de nuevos santos, de nuevos mártires.
[1] J. Kentenich, Niños ante Dios