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Pobre, manso, perseguido,… ¿qué bienaventuranza te toca más?

persona anciana sentada mirando un paisaje

© Unsplash

Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/11/15

Somos bienaventurados porque somos amados por Dios

Me gustan las bienaventuranzas. Porque me hablan de la felicidad que anhelo. Y me dicen que mi vida es bienaventurada. Que mi vida vale la pena. Que ya ría o llore, que ya sea misericordioso o sea perseguido, soy bienaventurado, soy amado, soy bendecido.

Esa felicidad que Jesús me muestra es la misma que estoy llamado a vivir y a entregar. Soy bienaventurado en el corazón de Dios. Soy feliz y bienaventurado cuando vivo lo que me toca vivir mirando a Dios:

Bienaventurados los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia, cuando os injurien y os persigan por mi causa”.

Algunos de esos motivos para ser felices los sufrimos por culpa de otros. Y otros son rasgos que nos permiten vivir la vida en plenitud. Creo que cada uno debería pensar en esa bienaventuranza que más toca su corazón.

Feliz el que es pobre de espíritu. Feliz el que es manso de corazón. Feliz el que llora por el que sufre. Feliz el que tiene hambre y sed de un mundo más justo y solidario. Feliz el que es misericordioso con el que padece. El que tiene un corazón limpio con el que puede mirar bien a los hombres.

Feliz el que pacifica y siembra paz a su alrededor. Feliz el que es perseguido por causa de Cristo y aun así mantiene la alegría, porque tiene su corazón anclado en Dios.

Me conmueven esos caminos que Jesús presenta para vivir la santidad cada día. ¿Dónde estoy yo? ¿Cuál es mi camino de santidad, mi bienaventuranza?

Oración para pedir pureza de corazón

Pienso que para vivir llevando a Dios necesito un corazón limpio, una mirada pura. Me gusta esa bienaventuranza. Los santos miraron así. Porque la santidad tiene que ver con nuestra mirada.

Una persona rezaba: “Me gustaría ser limpio de corazón. Pero no sé si mi corazón es tan limpio. Yo lo veo sucio muchas veces. Te pido que me lo limpies. Me gustaría tener la pureza de tu mirada, Jesús. Pero no la tengo. No soy trasparente. No veo lo bueno siempre, me detengo en la fealdad.

A veces, como las moscas, busco lo que está mal, lo sucio, el pecado y la caída. Me entretengo en lo oscuro de mi vida, me divierto en el error. Y no me alegro, y no tengo luz.

Me gustaría ser capaz de ver la pureza alrededor de mi vida. Ver lo puro que es todo cuando cambio la mirada, cuando valoro la vida en su simplicidad.

Me da miedo que mi mirada poco limpia me aleje de ti. Déjame mirarme como Tú me miras. Déjame ver la belleza y alegrarme siempre con ella. Hoy te pido ser misericordioso y puro de corazón, limpio, trasparente”.

Una mirada pura y misericordiosa es la que me gustaría tener. Los santos fueron así. Miraron como Dios nos mira. Igual que Jesús mira hoy a la muchedumbre: “Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron”.

Los mira con misericordia, conmovido. La mirada de amor de Jesús los purifica. Ve su belleza en medio de su pecado. Los ve ya con vestiduras blancas como Juan nos muestra: “Después miré y había una muchedumbre inmensa, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos”.

Y pensé en una santidad que es camino, la mía, la nuestra. Una santidad que es misericordia. Mi mirada, mi forma de amar, es la que trasforma lo impuro en puro, lo sucio en limpio.

El otro día leía: “Lo santo no necesita ser protegido por una estrategia de separación para evitar la contaminación; al contrario, es el verdaderamente santo quien contagia pureza y transforma al impuro. Jesús toca al leproso, y no es Jesús el que queda impuro, sino el leproso quien queda limpio[1].

Una mirada pura transforma realidad. Es lo que hacen los santos con sus vidas. Aman con misericordia. Y su misericordia transforma al que la recibe. Parece sencillo. Es el gran desafío que todos tenemos. Me gustaría mirar siempre así a Dios y a los hombres. Amar siempre así, compadeciéndome, con misericordia.

No quiero quedarme en mis pecados ni en los que pecados que veo a mi alrededor. No quiero fijarme en lo que me falta para ser perfecto. Me gustaría tener esa mirada llena de misericordia y de luz.

En la celebración de ayer de Halloween veo muchas veces una mirada pagana sobre la vida y la muerte. Una mirada sin esperanza. Hay más oscuridad que luz, más muerte que vida.

El hombre se confronta con el sentido de su vida. Mira cara a cara el miedo que tiene ante la muerte. No sabe qué hacer con lo que no controla. El miedo y el temblor forman parte de la fiesta que muchos viven el día de Halloween.

Hoy es la fiesta de la luz. La fiesta de la esperanza. Las palabras de Jesús son de vida, de luz. Son palabras de cielo.

Somos bienaventurados porque somos amados por Dios, porque se ha fijado en nosotros. Para Él tenemos un valor increíble. Dios nos ama por nuestra pequeñez. Cuando sufrimos, cuando no logramos lo que queremos. Está enamorado de nosotros. Por eso somos felices.

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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