Simplemente han soñado con que su vida descanse cada día en las manos de Dios
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Creo que hay muchos santos anónimos, santos heroicos, que ya descansan con el Señor, y cuya vida no es recordada. Esos santos sin nombres son verdaderos héroes. Aunque no todos los héroes son santos.
Creo en una santidad heroica de andar por casa. Una santidad sencilla que es fuerte y firme y permite creer en la luz en medio de la oscuridad, en un futuro lleno de esperanza cuando todo parece duro y gris.
Son esos santos héroes que creen en lo que nadie ve y vencen contra toda esperanza, cuando todo parece perdido.
Tal vez esos santos no superaron marcas históricas que nadie había logrado antes, o no destacaron en algún aspecto especial de sus vidas. Fueron hombres comunes, incluso vulgares, pero que tuvieron una fe ciega, y un amor inmenso.
Esa santidad ordinaria tiene algo de extraordinario. Algo que despierta mi admiración y mi nostalgia de infinito.
Una persona me decía: “La gente busca hombres santos. Pasa de uno a otro cuando el primero cae. Así ha sido siempre. Así será siempre. Son casi ídolos. O la presencia pálida de Dios entre los hombres. Las masas pueden hacer de un hombre un santo. Y luego esas mismas masas lo pueden derribar”. Es cierto.
El hombre necesita ver santos, tocar la santidad vestida de carne. No le bastan los recuerdos de vidas santas. Quieren santos con piel, con alma. Santos a los que poder seguir y admirar. Santos impolutos, perfectos. Santos blancos, sin manchas.
Buscan en ellos lo extraordinario, lo que ellos sueñan y no tocan. Lo que ellos no poseen. Buscan, en su perfección algo distante, un reflejo del infinito que su alma anhela. Buscan en sus gestos de amor una torpe muestra del amor que Dios nos tiene.
Y cuando el santo al que siguen cae, porque peca, porque no es coherente, porque escandaliza, porque no cumple con las expectativas, no importa, siguen adelante, buscan a otro.
Podemos convertirnos en seguidores de santos aquí en la tierra. Canonizando a unos, echando barro a otros. Seguimos sus escritos y devoramos sus palabras. Los subimos a la torre más alta. Y luego los despreciamos cuando no son tan fantásticos, tan perfectos como deseábamos.
Tal vez el mundo de hoy algo gris necesita más que nunca la luz de los santos. Y tal vez por eso nos gusta canonizar a aquellos cuya vida nos parece digna de admiración.
Muchas veces oigo: “¡Qué santa es esta persona!”. Por lo general, no me hablan de su cónyuge, de un amigo, de alguien cercano. Tendemos a canonizar a los que no conocemos demasiado. No vaya a ser que la cercanía nos muestre alguna faceta no tan santa que nos desconcierte.
No deseamos entrar en su privacidad. No queremos decepciones. Los mantenemos a cierta distancia, para no conocer sus flaquezas. Nos basta esa santidad blanca y brillante para aspirar nosotros a llevar una vida mejor.
Buscamos santos, anhelamos santos. Porque, aunque aparentemente no hayan hecho nada especial en este mundo, su vida en Dios nos resulta muy especial.
Tal vez esa búsqueda excesiva de santos lejanos nos venga a justificar algo que nos acabamos creyendo: la santidad es sólo para unos pocos.
Buscamos santos extraordinarios, para justificarnos por no ser santos nosotros. Ese santo perfecto, encaramado en lo alto de su fama, sin defectos ni pecados, no es imitable. Es más bien como la luz del faro. Una señal solitaria en mitad de la noche. La podemos seguir para no encallar en las rocas, pero no podemos ser faro todos. Basta con que haya uno en medio de la oscuridad.
Estamos tranquilos. La exigencia de la santidad queda reservada para los consagrados, para los que han entregado su vida a Dios por entero en un camino célibe. La santidad entonces se escapa de nuestro alcance. No es para todos. Sólo para algunos muy dotados, muy capacitados, muy especiales. Casi nacidos sin pecado original.
Nos acercamos lo suficiente para recibir su luz. Pero no demasiado para no desencantarnos. Y así seguimos tranquilos con nuestra vida mediocre. Estamos justificados, no hace falta que seamos santos.
Conozco a muchas personas que sí han hecho algo grande. Han consagrado su vida a algo más grande que ellos mismos. Y eso los salva y nos motiva a nosotros a hacer lo mismo.
Esos santos no han querido que su apellido sea recordado por mil generaciones. No lo hacen todo bien, no lo pretenden. No buscan aparecer en los libros de historia. No quieren la fama de santidad que es efímera e innecesaria.
Simplemente han soñado con que su vida descanse cada día en las manos de Dios y esté inscrita por Él para siempre en el libro de la vida. Esos santos anónimos y desconocidos me encienden el corazón.
Me alegra mirarlos caminar por la calle, hablar con cualquiera. Desprenden una luz que no les pertenece. Se consagran por entero a Dios, para hacer su voluntad siempre, para cumplir su misión.
Hacen algo heroico viviendo con sencillez. Aman y se dejan amar. ¿Hay algo más heroico que vivir una vida confiada en las manos de Dios? Para hacerlo posible, para vivir de otra manera, para amar de una forma única, es necesario ser audaz y valiente.
Decía san Roberto: “Él único error en la vida es no ser santo”. Y ser santo exige un salto confiado en el vacío. Como decía una persona, es necesario “elevarnos por encima de la rutina y salir de esas ‘zonas de comodidad ’ en las que querríamos instalarnos para siempre”.