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Quien te acaricia cuando te sientes indigno

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 25/10/15
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A nadie le gusta despertar compasión, salvo cuando la compasión de los demás se convierte en el único camino

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A veces siento que no soy digno de su amor. No sé por qué, tal vez por mis torpezas. Me quedo a la orilla del camino, esperando, viéndole pasar. De repente pienso que no cumplo, que no estoy a la altura de lo que se espera de mí. Callo avergonzado. He recibido tanto, soy tan poco generoso.

Me siento entonces excluido de la Iglesia, de un grupo, de los que son diferentes. No es eso lo que Dios me dice. Él me enseña a amar y ser amado. Me recuerda que soy su hijo predilecto. Me descubre lo que valgo y me hace ver cada día cuánto me ama Él.

Jesús amó a los excluidos de esa misma forma: Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios, acarician a los excluidos. Era su estilo de curar”[1].

Esa forma de curar de Jesús me conmueve siempre. Acaricia a los excluidos. Tal vez me sorprende porque yo no soy así. Yo hago acepciones, excluyo e incluyo a mi antojo. Si supiera curar como Él curaba. Tocar como Él tocaba.

Jesús se detiene ante mí cuando me siento indigno. Me toca con sus manos. Me abraza. Me acaricia. A mí, aunque me sepa indigno. Jesús pasó curando a los más despreciados y se detuvo ante los olvidados. Y a mí me cuesta aceptar tanta misericordia. No la entiendo en mi propia vida. Tampoco la entiendo cuando la tiene con otros.

Me siento como el hijo mayor de la parábola del hijo pródigo. Ese padre misericordioso que se conmueve y abraza feliz al hijo que regresa arrepentido y con hambre. En el fondo me cuesta a veces un Dios tan misericordioso. Que de tanta misericordia que regala llega a parecer injusto. Un Dios que abraza siempre, que espera siempre, que acoge siempre. ¿Dónde queda la justicia? A cada uno según sus obras. ¿Por qué no es más justo y no tan misericordioso?

Jesús no hizo milagros donde faltaba fe. Pero se detuvo ante los olvidados que sí creían en su poder. Como ese ciego hijo de Timeo tirado a la vera del camino del que hoy nos habla el Evangelio: Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: – ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”.

Pide compasión. Despreciado. Olvidado. Pide limosna, vive de la caridad. Se atreve a gritar. Busca compasión. Me recuerda los gritos de los descontentos, de los indignados. Los gritos de los que no tienen hogar, dinero, amor, una vida digna. Me recuerda el grito de los que padecen injusticias.

Un hombre al borde del camino pidiendo compasión es incómodo para los que van con prisa, para los que tienen una meta en su camino. A nadie le gusta despertar compasión. Salvo cuando la compasión de los demás se convierte en el único camino, en la única puerta que se nos abre.

Este ciego está desesperado y grita. Sólo espera la compasión del que le escucha. La compasión se ha convertido en la única rendija por la que le obliga a pasar la necesidad.

El que ya nada tiene, el que lo ha perdido todo, humillado, solo, acepta como único camino la compasión. Parece no tener ya ningún derecho. Sólo pide justicia y busca la compasión del hombre. Los gritos del que sufre, los gritos del abandonado incomodan, son molestos.

Los gritos del que pide comida, ayuda, misericordia. Son los gritos de tantos a nuestro alrededor. Ante esos gritos podemos permanecer quietos, indiferentes.

Decía el Papa Francisco en la bula de la misericordia: No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio. Nuestras manos estrechen sus manos, y acerquémoslos a nosotros para que sientan el calor de nuestra presencia, de nuestra amistad y de la fraternidad. Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo.

Es fácil pasar de largo ante el grito del que sufre. Fácil ignorar su necesidad y mandar callar al que exige. A veces nos ponemos de mal humor con el que nos pide limosna. No creemos en su necesidad. Menospreciamos su ceguera. Huimos. Nos parecen excesivos sus gritos.

A veces preferimos callarlos, ahogarlos. Que nadie que necesite algo grite que lo necesita. Queremos vivir tranquilos, indiferentes, centrados en nuestras cosas. Sí, así es más fácil.

Me identifico mucho con los que mandan callar al ciego. Es el deseo de que no me molesten ni me saquen de mis planes. No quiero escuchar a un ciego al que no puedo salvar. Ni aunque le diera mil limosnas solucionaría todos sus problemas. Es mi excusa perfecta para no hacer nada.

Si no puedo salvar a ningún hombre mejor me quedo quieto. Si no puedo solucionar todos sus problemas, mejor lo ignoro. Es más seguro, más cómodo. Como no puedo hacerlo todo, no hago nada. A veces es la salida. Es injusto actuar así, pero lo hacemos muchas veces. Nos acomodamos y no queremos que nos incomoden.

Pero Jesús se detiene ante él, lo llama. Ese hombre despreciado al que nadie escuchaba y todos hacían callar: Muchos le increpaban para que se callara. Ese hombre olvidado es escuchado por Jesús. Y no sólo eso, Jesús se detiene y lo llama.

La respuesta de Jesús comienza con una llamada y una pregunta: Jesús se detuvo y dijo: – Llamadle. Llaman al ciego, diciéndole: – ¡Animo, levántate! Te llama. Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús dirigiéndose a él, le dijo: – ¿Qué quieres que haga por ti?”.

Jesús pregunta. Se detiene, llama y pregunta. La misma pregunta que llevo yo en mi alma: Entonces, ¿qué puedo hacer yo por ti?”. Tal vez es poco lo que podemos hacer por los demás. Tal vez es mucho, nunca se sabe.

A veces nos hacemos esta pregunta: “¿Qué más puedo hacer yo por los hombres? ¿Hago lo suficiente? ¿Acaso no puedo hacer más, dar más, invertir mi tiempo y mi vida sirviendo al hombre que grita al borde del camino? ¿Es suficiente con todo lo que hago? ¿Estoy donde Dios quiere que esté? ¿O podría hacer más en otra parte?.

A lo mejor hemos hecho muchas cosas en nuestra vida y no nos parece bastante. Nos hemos movido. Hemos acudido en ayuda del necesitado. Pero tal vez aún queda mucho por hacer. Es cierto, siempre podemos hacer más. La ayuda al que necesita no acaba nunca. Empieza cuando salgo de mí mismo. Acabará cuando estemos en el cielo.

Jesús no curó a todos los ciegos de Israel. Sólo estuvo tres años haciendo milagros, curando ciegos, enfermos, endemoniados. Tres años al servicio de los más pobres. Noche y día. Sin descanso. ¿Por qué no invirtió toda su vida? ¿Por qué no curó a más necesitados?

Jesús no se detuvo ante todos los mendigos. No devolvió la vista a todos los ciegos. Pero siempre vivió buscando el corazón que necesitaba su misericordia. Siempre estuvo abierto al que llegaba a Él con fe buscando su amor. No tuvo barreras ni defensas. Aceptó a todos con alegría, con un corazón grande y libre.

La pregunta vuelve hoy a mi corazón. ¿Qué más puedo hacer yo? Es la pregunta que nadie puede responder por mí. Sólo yo sé la respuesta. Dios y yo. En lo más sagrado de mi alma. Allí sé lo que Él quiere. No la resuelvo yéndome un tiempo de misiones, salvo que sea eso lo que me pida. No queda resuelta haciendo una hora a la semana obras de caridad.

No puedo hacer todos los milagros que me gustaría hacer. No puedo devolver la vista a todos los ciegos. No puedo consolar a todos los tristes. Es difícil llegar más allá de lo que llego. Aunque siempre puedo hacer más, nunca será suficiente. Pero a lo mejor sí es lo que Dios me pide que haga.

Jesús no hizo todo lo que podía haber hecho, eso me deja tranquilo. Pero esa tranquilidad no puede llevarme a quedarme encerrado en mí mismo.

[1] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica

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