En esta Encíclica (6-VIII-64), Pablo VI actualizó las indicaciones del Vaticano II, proponiendo un abandono de prejuicios y ofensas que favoreciera la creación de un clima conciliador. Se reconocía la cualidad de cultos monoteístas, sin aceptar una equivalencia entre tradiciones. La defensa común de la libertad religiosa y el desarrollo humano exigía respeto recíproco y leal. El Pontífice remarcaba el aprecio por los elementos de preparación evangélica, presentes como semillas en otras religiones y la convicción de que ello no silenciaba el obligado anuncio de Jesucristo.
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