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¿Hay espacio en la Iglesia para una opinión pública?

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Gian Franco Svidercoschi - publicado el 05/10/15
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El pontificado de Francisco puede suponer un antes y un después en un tema pendiente desde el Concilio Vaticano II

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Ha existido siempre, en la vida de la Iglesia, la práctica de consultar a los fieles. En fases alternas, discontinuas, con modalidades diferentes, pero ha existido. Podía suceder que los pastores de la Iglesia tuvieran que indagar sobre alguna cuestión importante, en materia de gobierno o de pastoral, y entonces pedían un consejo o un juicio al cuerpo de los fieles.

O bien el magisterio debía pronunciarse sobre una doctrina, como sucedió con las definiciones de la Inmaculada Concepción y de la Asunción; y en ese caso, primero Pío IX y más tarde Pío XII, pidieron expresamente a los obispos que les informaran sobre la piedad y la devoción de los fieles al respecto.

Así, desde los orígenes del cristianismo y hasta el Concilio de Trento, la fe de los laicos había tenido a menudo un pape decisivo. Como en el siglo IV, en ese periodo de incertidumbre y desorientación que siguió a la condena de los arrianos. “La tradición divina confiada a la Iglesia – escribió John Henry Newman – fue proclamada y conservada mucho más por los fieles que por el episcopado”.

Y también los laicos desarrollaron una parte relevante en problemas relacionados con la doctrina y la enseñanza moral. Pero, a partir de la época post-tridentina, aumentaron las distancias entre la “Iglesia docente” y la “Iglesia discente”. Y los laicos fueron “aproximados” de vez en cuando por la jerarquía, pero siempre en una posición subordinada.

Y para que las cosas cambiasen, al menos a nivel de principios, hubo que esperar hasta el Concilio Vaticano II.

Era necesaria esta larga introducción (muy sumaria) para entender mejor por qué, sin ser formalmente una novedad, la decisión del papa Francisco haya sido percibida enseguida como algo profundamente innovador.

De hecho, implicar en la preparación de los dos Sínodos de la familia, no sólo a los clérigos – obispos, sacerdotes y religiosos – sino a todo el pueblo de Dios, compuesto en su mayoría por laicos, significaba realizar concretamente esa dimensión sinodal de Iglesia que el Vaticano II había relanzado en la constitución “Lumen gentium”, pero que después había quedado sustancialmente como letra muerta.

Por tanto, el testimonio de la verdad del Evangelio no está confiado solamente al magisterio en sentido estricto, sino también a los laicos. “Cristo les constituye sus testigos y les provee del sentido de la fe y de la gracia de la palabra…” Fue el Concilio el que utilizó por primera vez la expresión “sensus fidei”, reconociendo así la actitud personal que el creyente posee al discernir auténticamente las verdades de fe.

Es decir, que los laicos cristianos no son destinatarios pasivos de lo que la jerarquía enseña, sino, al contrario, son sujetos activos y responsables en la Iglesia. La adhesión convencida a los contenidos de la fe, al magisterio, es algo distinto de una obediencia ciega, dispuesta y absoluta.

Francisco, por ello, es como si hubiera “abierto la aduana” al mundo de los fieles laicos. Como si les hubiera “devuelto” el derecho de palabra, reconociendo definitivamente la responsabilidad que todos los creyentes tienen en la expresión y en el desarrollo de la fe.

Y, precisamente por esto, ha sido doblemente significativa la invitación a parejas casadas y a laicos expertos a participar y a “hablar” en las asambleas sinodales. Los obispos, así, ya han podido y podrán conocer directamente la opinión de los fieles sobre la familia y sobre los problemas de la familia, y tendrán así un punto seguro de referencia pastoral.

Con todo el respeto por la fe y la sabiduría de los pastores de la Iglesia, ¿qué sentido habría tenido un pronunciamiento sobre la familia por parte de personas célibes? ¿O, peor aún, un pronunciamiento que no tuviese en cuenta lo que piensa y experimenta el pueblo de Dios, que vive cotidianamente la realidad familiar?

Pero no se agota aquí, en la consulta para los dos Sínodos, la carga innovadora de la decisión del papa Bergoglio. Esta, de hecho, a abierto de par en par las puertas a otra importante cuestión, en la mesa desde hace años y nunca resuelta de verdad: la opinión pública en la Iglesia.

Ya habló de ello en 1950 Pío XII, sosteniendo que en la comunidad eclesial faltaría algo esencial si le faltara la opinión pública. Habló de ello el Concilio, aunque con cierto titubeo, tratándose de un argumento tan nuevo. Habló de ello el documento post-conciliar “Communio et progressio”, esta vez con grandes aperturas: “Quienes tienen responsabilidades en la Iglesia, procuren intensificar en las comunidades el libre intercambio de palabra y de opiniones legítimas…”. ¿Y después?

Después, alimentado por el clima libertario del ’68, el disenso entró también en la Iglesia; y, por su ideología anti institucional, se convirtió en competencia con el magisterio. Así, en muchos ambientes de la jerarquía eclesiástica, estalló primero el miedo, después una reacción defensiva: fue duramente afectada la investigación teológica y, más en general, la libertad de palabra.

Al mismo tiempo, se hacía cada vez más claro cómo la opinión pública en la Iglesia (obligada, ya de sí, a hacer cuentas con el “sensus fidei”, con la verdad del Evangelio que es eterna, inmutable) fuera algo profundamente diverso de la opinión pública que es propia de una democracia, fundada sobre principio de la soberanía popular(por tanto, sujeta a los cambios, e influenciada por el espíritu de los tiempos, por intereses particulares, por presiones de grupos de poder).

Todo esto, sin embargo, no significa que en la Iglesia no pueda desarrollarse una opinión pública en sentido virtuoso, constructivo. Es decir, una forma de comunicación interna en la comunidad eclesial que favorezca el diálogo entre sus miembros, y un continuo intercambio de ideas, experiencias, propuestas.

Sobre todo, los pastores podrían saber con más precisión lo que piensan sus fieles sobre ciertas cuestiones: también porque no siempre los creyentes tienen la “fe” como fuente de inspiración, sino que son condicionados por los medios de comunicación, por la opinión común, por las tendencias dominantes.

Esto sucedió con el referéndum irlandés del 23 de mayo pasado sobre los “matrimonios” homosexuales. País catolicísimo, Iglesia con una enorme influencia en la vida privada y pública, y sin embargo el 62% votó sí. ¡Y los primeros que quedaron sorprendidos y desconcertados fueron los obispos!

Por eso, también aquí, las decisiones de Francisco – la consulta sinodal extendida a los laicos, y la “parresía”, el hablar con franqueza, sin temor, como nueva directriz – podrían ser el preludio de otras novedades.

Hay esperanza de que la Iglesia finalmente pueda llegar a ser una “casa de cristal”, donde cada miembro suyo tenga libertad de palabra. Y donde el dialogo franco y fraterno – sostenido por los organismos correspondientes, los Sínodos diocesanos, los Consejos pastorales y parroquiales – sea el signo distintivo de la comunión y de la vitalidad del pueblo de Dios. Contra los riesgos de cerrazones egoístas, de conflictos, de inmovilismo, y de nuevos conformismos.

 

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