No tuvo coraje para despedirse de sus padres, lo cual dice mucho de su dolor y de su sacrificio al responder a la llamada misioneraPrácticamente hasta principios del siglo XX los misioneros que partían a tierras lejanas, a otros continentes, se despedían para siempre de sus familiares y allegados. Se iban para siempre. No era ni fácil ni económico ni previsible volver. Además la mayoría de ellos morirían a los pocos años contagiados por enfermedades de las que, lógicamente, no estaban inmunizados. Mucho más aún en aquella gran aventura misionera de las Américas interrumpida desde el siglo XVI y que tuvo en los siglos XVII y XVIII un apogeo extraordinario.
Fray Junípero Serra, que será canonizado por el Papa Francisco en su viaje a Estados Unidos, es uno de los máximos exponentes de aquella gloriosa historia de los misioneros españoles de las Américas.
Pero Fray Junípero no se despidió de sus padres. No porque pensará volver a verlos, sino porque no tuvo coraje para hacerlo, lo cual dice mucho de su dolor y de su sacrificio al responder a la llamada misionera.
Habiendo abandonado su Mallorca natal, y esperando barco en Cádiz, escribe a un hermano de religión, fray Francisco, una memorable carta para que fuese leída a sus padres analfabetos. Esta carta es uno de los más preciados tesoros de la literatura misionera y una bellísima meditación sobre la voluntad de Dios. Entre otras cosas les decía en esa carta a sus ancianos padres: “Decirles que yo no dejo de sentir el no poder estar más cerca de ellos, como estaba antes, para consolarles, pero pensando también que lo primero es lo primero, y que antes que ninguna otra, lo primero es hacer la voluntad de Dios cumpliéndola; por amor de Dios los he dejado, y si yo por amor de Dios y con su gracia, tengo fuerza de voluntad para dejarlos, del caso será que también ellos, por amor de Dios, estén contentos al quedar privados de mi compañía”.
¿Quien dijo que la ternura esta reñida con la valentía? Fray Junípero Serra no tuvo el coraje de despedirse cara a cara de sus padres, pero si de responder a la llamada del Señor a dejar casa, padre, madre, y todo, por su Reino. Y también tuvo el coraje de escribirles esa maravillosa carta, y de hacerlo con tanta ternura, seguro que con lágrimas en los ojos. Las mismas lágrimas que derramaría por Dios en su larga y dilatada misión por las Américas, que le deben no sólo la conservación de sus culturas indígenas, sino su más preciado tesoro: su fe en Cristo Jesús.