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Nuestra verdadera necesidad

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 02/08/15
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No es la aprobación, ni la salud, ni el dinero…

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Siempre me impresiona la escena del evangelio de hoy. Tiene lugar después de la multiplicación de los panes y los peces. De nuevo Jesús se retiró después del milagro a la montaña para estar solo y luego se fue con sus discípulos en la barca a descansar:
 
Cuando vio la gente que Jesús no estaba allí, ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafarnaúm, en busca de Jesús”. Lo siguen por todas partes, lo sacan de su descanso.
 
Decía el Papa Francisco: “No le dejaban tiempo ni para comer. Pero el Señor no se hastiaba de estar con la gente. Al contrario, parecía que se renovaba”.
 
Nosotros a veces nos cansamos, nos hastiamos de las demandas de los hombres. Nos escondemos. Nos protegemos. Nos falta ese corazón siempre renovado de Jesús, siempre abierto, siempre misericordioso.
 
Jesús alzaba la mirada y contemplaba el sufrimiento de los hombres. Y esa necesidad le ponía en camino. No se cansaba de amar. Esa tiene que ser mi propia vocación. Al mirar al que necesita más que yo, mi necesidad parece pobre e insignificante. Mi descanso se vuelve superfluo.
 
Decía el Papa Francisco: “El sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos”.
 
Cuando veo el hambre de los hombres y su sed, me descentro. Dejo de perseguir tontamente todos mis deseos. Me vuelco en el más pobre, en el más débil, en el más herido. Y sufro menos. Son las paradojas del amor. Cuanto más doy, más recibo, más paz tengo.
 
Jesús vivió así en su vida. En estos momentos de éxito y después en la pobreza del abandono. Porque llegará un momento en su vida en que no le sigan tantos, en que ya no convenga estar tan cerca de Él.
 
Porque será un hombre sospechoso, peligroso, condenado a muerte. En ese momento nadie querrá ser su amigo. Y sus amigos negarán serlo. En esa hora crucial le abandonarán. Ya nadie querrá interrumpir su descanso. Ya no esperarán milagros. Ni querrán más pan de sus manos.
 
En ese momento no tendrá amigos, ni ayuda, ni compañía. Sólo algunas mujeres. Algún hombre. Pero Él seguirá alzando la mirada y compadeciéndose del que sufre. Lo hará desde la cruz, con las manos clavadas.
 
Me impresiona siempre lo fugaz que es la fama y la necesidad. Son pasajeras. De la multitud a la soledad. De repente hay gente que lo busca sin reposo. Algo que quema en su alma. Pasa el tiempo y se olvidan. La fama y la necesidad pasan y vuelan.
 
Así es en nuestra vida. Hoy somos requeridos. Importamos. Nos consultan. Nos toman en cuenta. Nos quieren. Puede que después pasemos al olvido. Dejen de querernos. Es sencillo. De un milagro al olvido. De una necesidad a la falta de necesidad. Dejo de ser necesario, imprescindible, importante.
 
Tenemos que estar preparados para ello. Todo pasa. La santidad de vida se medirá en esos momentos. No cuando seamos importantes en el trabajo, o cuando a todos les interese ser nuestros amigos.
 
No cuando sea yo tema de conversación y todos hablen de lo bien que me va en la vida. No. En esos momentos la santidad se juega en tener paz, conservar la humildad y la vida sencilla.
 
En esos momentos en los que nos buscan será necesario comprender que no soy yo, que es Dios el que me lo ha dado todo. En ese momento la santidad se dará cuando soy capaz de descentrarme y amar al que me busca. Sin perder la paz y la humildad.
 
Porque si dejo de ser niño, si pierdo la humildad, puedo perder la conciencia de hijo, la sensación de impotencia, la pobreza, la desnudez de mi vida. Y entonces a lo mejor no estoy preparado para los momentos peores.

 
El otro día leía este texto que habla de la santidad de una comunidad sacerdotal: “La espiritualidad de una comunidad no se mide, en primer lugar, cuando se observa a la gente joven, sino que a través de las actitudes de los miembros de esa comunidad que son mayores y enfermos[1].
 
La verdadera santidad se juega en la forma de vivir la vida cuando ya no seamos jóvenes, cuando se debiliten nuestras fuerzas, cuando fracasemos. ¿Qué pasa si de golpe lo perdemos todo? ¿Qué ocurre si nos despojan de la fama y del honor? ¿Qué nos queda cuando la enfermedad nos incapacita?
 
En la enfermedad y en el olvido se juega nuestro sí más auténtico a Dios. Nuestro sí verdadero. Nuestro sí crucificado. Nuestro seguimiento fiel a Jesús en nuestro Calvario personal.
 
Él vivió el éxito del monte, de los panes y los peces, de las curaciones milagrosas. Lo buscaban. Lo seguían. Escuchaban sus palabras. Luego será condenado. Se quedará solo. Sólo unos pocos al pie de la cruz.
 
Hoy los enfermos y necesitados se acercan a Jesús para ser tocados por Él: “Al encontrarle a la orilla del mar, le dijeron: – Rabí, ¿cuándo has llegado aquí? Jesús les respondió: – En verdad, en verdad os digo: – Vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre Dios ha marcado con su sello".

Jesús ha tomado todo lo que le ofrecían y les ha dado de comer. Ha curado a muchos. Ha saciado su necesidad concreta. Ha obrado milagros sorprendentes. Lo buscan porque Él tiene respuestas para ese momento inmediato.

Los que habían comido pan y peces en abundancia, no buscan hoy a Jesús porque necesiten estar a su lado. No necesitan su amor paternal y su misericordia. No quieren su abrazo, ni su mirada. Quieren más milagros. Quieren lo que necesitan. Lo siguen porque han comido y vuelven a tener hambre. Les falta una mirada más trascendente.

Ahora es el mismo Jesús quien quiere ofrecerse como pan verdadero: “Ellos le dijeron: – ¿Qué hemos de hacer para obrar la obras de Dios? Jesús les respondió: – Yo soy el pan de la vida. El venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed”. Juan. 6, 24-35.
 
No nos ha de bastar con el pan que pasa. Ese pan que quita el hambre sólo por un momento. Nos sacia, pero seguimos necesitando.
 
Jesús se ofrece a sí mismo sin reserva alguna, se da entero. Les dice a los que le escuchan que es el pan vivo bajado del cielo. Que su vida es para ellos, para romperse por ellos, para saciar el hambre profunda del alma.
 
Les dice quién es en realidad. Se ofrece desde su verdad, que es más que curar, mucho más que predicar y decir palabras de vida eterna. Mucho más que hacer milagros. Les dice que su presencia calmará su hambre y su sed para siempre. Si creen harán entonces las obras de Dios.
 
Pero ellos no lo acogen, no creen. No son capaces de creer en algo tan imposible. No lo comprenden. Prefieren que siga haciendo milagros concretos, que siga siendo eficaz y productivo, que siga haciendo cosas que calmen su hambre del momento. No les importa tanto quién es Él de verdad, ni el futuro, ni la vida eterna. Me impresiona.
 
Jesús les dice que se va a quedar para siempre con ellos, como el pan eterno que sacia el hambre. Pero ellos no comprenden. Hoy estas palabras nos parecen evidentes en la teoría. Pero luego en la vida no siempre es así.
 
Creo que la eucaristía es el lugar de encuentro más profundo con Jesús que podemos vivir cada día. Allí descansamos y recobramos fuerzas. Llegamos cansados y nos encontramos con Jesús al final de la tarde. En la eucaristía nos hacemos uno con Él, nos hacemos niños en su corazón de niño. Lo recibimos y su amor nos transforma. 

 


[1] P. Humberto Anwandter,
Celibato y paternidad sacerdotal, 61
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