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Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/07/15
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No nos merecemos el amor, ni la salud, ni que nos salgan bien ciertas cosas, ni la vida: es un don

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Creo que hay momentos en la vida en los que tenemos que detenernos a tomar aire, mirar nuestra historia, lo que hemos vivido y volver a las fuentes que nos dan vida.
 
Jesús nos dice: "Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco". Es un padre que vela y cuida a los suyos.
 
Las vacaciones son unos días para irnos con los que queremos lejos de la orilla, a un sitio apartado. Para mirar de lejos la orilla, con perspectiva. Para dejar de ir de un lado a otro y vivir el momento. Un tiempo para estar con los míos, con Jesús.
 
Jesús también me mira cuando estoy cansado, y se conmueve. Quiere llevarme a un sitio tranquilo, para que recobre fuerzas, para que descanse con Él. Para estar conmigo.
 
Las vacaciones son una oportunidad para detenernos y mirar cómo estamos viviendo. Hacer vacaciones no es sinónimo de perder el tiempo o de no hacer nada. Hacer vacaciones es una oportunidad para detener nuestro ritmo frenético y agradecer a Dios por lo vivido este curso.
 
Un tiempo para cambiar de actividad. Para hacer aquellas cosas que me cuesta más hacer durante el año. Un tiempo para ir con Dios, no para dejarlo anclado en la rutina del curso. Un tiempo para dar gracias a la vida y a Dios por ella. ¡Cuánto nos cuesta agradecer!
 
Decía el Papa Francisco hace poco en Ecuador a los sacerdotes y religiosos: “Tiene que ir por el camino de la gratuidad, volver todos los días Señor, hoy hice esto, me salió bien esto, tuve esta dificultad, todo esto pero todo viene de vos. Todo es gratis. Esa gratuidad, somos objeto de gratuidad de Dios. Si olvidamos esto lentamente nos vamos haciendo importantes”.
 
Nos detenemos para pensar en los regalos que hemos recibido a lo largo de este año. Miramos la riqueza de nuestra vida y nos damos cuenta del regalo que vivimos continuamente.
 
No nos merecemos el amor, ni la salud, ni que nos salgan bien ciertas cosas. No nos merecemos la vida. Es un don.
 
También queremos acoger los momentos difíciles con paz. Dios me habla en momentos de cruz. No nos gusta el dolor, ni sufrir. Seguro que al recordar salen a la luz momentos difíciles, cruces, caídas.
 
Decía el Padre José Kentenich: “Cuando Dios quiere que alguien sea enteramente suyo, lo conduce por el camino de la cruz, por el camino del Calvario. Esto no es posible sin desprecios, deshonras, sin sequedades interiores”[1].
 
La cruz y el dolor nos transforman. Nos hacen más de Dios. Por eso agradecemos también por el dolor.
 
La cruz no sólo se tiñe de enfermedad, de muerte. Muchas veces puede ser cruz en nuestra vida el trabajo que realizamos, o la educación de alguno de nuestros hijos, o la vida matrimonial en este momento concreto, o el estudio que nos cuesta, o no tener un trabajo estable.
 
O también puedo cargar la cruz de mi carácter que me hace sufrir, o mi pecado reincidente que me recuerda que estoy hecho de barro. La cruz me duele, me pesa, me cansa. Queremos agradecer por esa cruz que Dios permite en mi vida.
 
Él no me quita la cruz, aunque se lo pido. Pero me da la fuerza para sonreír en medio de la tormenta, para callar cuando me faltan las fuerzas. Decía el Padre Kentenich: “El dolor y el mal sólo pueden ser fuente de alegría si logramos descubrir también en el mal un bien[2].
 
El dolor puede ser también fuente de alegría. Para ello tenemos que ver la ventana cuando se cierra una puerta. El jardín verde en medio del desierto. Ver la luz en la oscuridad de la noche.
 
Sacar bien del mal es todo un arte. Jesús lo practicó cada día. Y me enseña a mí a vivir agradecido. Por eso queremos entregar nuestra gratitud a Dios al final del curso. Gratitud al comenzar las vacaciones.
Porque no es un derecho tener vacaciones.
 
Agradecemos la oportunidad de tener unos días para descansar, para desconectar de nuestra rutina. Agradecemos por nuestra vida con un corazón de niño. Agradecemos por todo lo que Dios nos ha regalado.
 
A veces nos parece evidente tenerlo y no lo es. A veces nos quejamos de la vida. Cuando uno deja de vivir como un regalo la vida, se vuelve importante y exigente. ¡Cuánto nos quejamos por el clima! Si hace malo porque hace malo. Si hace calor porque hace calor.
 
Nos quejamos de las personas que nos cuestan. De la comida. De la salud. Vivimos con la queja en los labios. Me da pena encontrarme con personas que en lugar de una sonrisa como saludo te lanzan una queja llena de amargura.
 
Siempre todo puede ser mejor, es evidente. Pero no podemos vivir quejándonos de lo que no es como nos gustaría. La queja nos envenena y envenena al que la escucha.
 
El corazón pobre ve todo como un don. No se cree importante. No espera más de lo que recibe. No vive dejándose llevar por la crítica y el juicio. Agradece con el alma llena de paz. Ojalá tuviéramos más agradecimientos que quejas en el alma.

 


[1] J. Kentenich, Madison Terziat, 1952
[2] J. Kentenich,
Las fuentes de la alegría
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