Con nuestros actos, no podemos dañar, por ejemplo, el honor o la imagen de una persona
Escribo este artículo a propósito de uno anteriormente escrito por Lara Alcázar, fundadora de FEMEN en España, en un medio electrónico en el que justifica el acto de blasfemia como una actividad amparada dentro del ámbito de la libertad de expresión, no sin antes apelar de forma sesgada a un pasaje del Evangelio de san Lucas (“no juzguéis y no seréis juzgados”).
Partiendo de la propia definición que realiza la máxima normativa española, la libertad de expresión supone el derecho a “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito, o cualquier otro medio de reproducción” además del derecho “a comunicar y recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”.
Al interpretar el sentido y alcance de esta norma, el Tribunal Constitucional en la Sentencia 104/1986, de 17 de julio, estableció que el art. 20 de la Constitución ·significa el reconocimiento y la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre, indisolublemente ligada con el pluralismo político, que es un valor fundamental y un requisito del funcionamiento del Estado democrático·.
Como se ve, quedan sentadas unas bases que implican no solo un derecho reconocido a cualquier ciudadano, sino además unos límites.
Así, encontramos que con nuestros actos, no podemos dañar, por ejemplo, el honor o la imagen de una persona física o jurídica, por considerarse también una vulneración de un derecho fundamental, ni realizar publicidad engañosa por parte de las empresas, que impliquen un acto de confusión y engaño para el consumidor, incitar al odio o a la violencia, despreciar la verdad mediante la injuria,… son actos que se hacen necesarios delimitar, pues de lo contrario el principio básico de la democracia quedaría en entredicho.
En este sentido, debemos apreciar si un acto de blasfemia -como el perpetrado por el grupo FEMEN hace poco más de un año cuando dos mujeres se encadenaron al crucifijo del altar mayor de la catedral de Madrid para reivindicar el derecho al aborto- implica un acto malentendido de libertad de expresión.
La blasfemia (del griego blaptein, "injuriar", y pheme, "reputación") se define como una palabra, actitud u omisión injuriosa contra Dios, la Virgen y los santos, extendiéndose dicha definición a cualquier persona. Es decir, la blasfemia implica un acto contrario al derecho a la libertad religiosa.
No obstante, ninguna normativa, nacional o europea, reconoce la obligatoriedad de respetar unas creencias religiosas, si bien habrá que distinguir entre aquellas expresiones que atacan directamente y con afán ofensivo a la religión bajo una premisa reivindicativa (en cuyo caso se atenta contra la libertad religiosa) de aquellas otras que se dirigen a un determinado grupo o sector religioso.
Esta distinción es pura y lógica. En esencia, lo que se viene a decir es que la expresión “respeto tu opinión” no es correcta y veraz a los ojos de la moral y el derecho positivo. No es posible afirmar que respeto la opinión de alguien cuando va en contra de mis principios, si bien mi libertad de expresión confronta y encuentra su límite en el respeto a la otra persona. Es decir, “no respeto tu opinión, pero sí a ti como persona”.
El acto de blasfemia llevado a cabo en la catedral de la Almudena de Madrid por el grupo FEMEN cae de lleno en el primer concepto de blasfemia antes definido, pues supone un ataque claro y directo a la libertad religiosa.
Ello no implica realizar un ataque a su libertad de expresión, pues tiene múltiples formas de defender su opinión sin atentar contra unas creencias (distintas de opiniones).
En este sentido, destaca la sentencia del Tribunal Supremo 259/2011, de 12 abril, donde el voto particular de la misma señala que numerosos convenios internacionales y organismos dependientes del Consejo de Europa y de Naciones Unidas, propician en sus recomendaciones la punición de conductas como la que es objeto de los tipos aplicados en la sentencia impugnada, que han englobado bajo la rúbrica de "discurso del odio".
Así con todo, menciona la Recomendación 1805 (2007) de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, sobre blasfemia, insultos religiosos y discursos del odio contra personas por razón de su religión, que ha recomendado la conveniencia de sanciones penales a sus autores (si bien no tiene carácter vinculante dicha Recomendación).
Considera que “en la medida en que sea necesario en una sociedad democrática con arreglo a lo establecido en el artículo 10, párrafo 2, del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales, en la legislación nacional solo deben penalizarse las expresiones sobre cuestiones religiosas que alteren grave e intencionadamente el orden público y en las que se haga un llamamiento público a la violencia”, algo que parece concordar con el lema “Altar para abortar” que prodigaron en su reivindicación, conteniendo un discurso de odio y transmisión del mismo en su mensaje.
Volviendo a lo que dije al principio, lo que dice el versículo completo que menciona Lara Alcázar es el siguiente: “En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, rebosante. Porque con la medida con que midáis se os medirá” (Lucas 6, 38).
Cristo nos habla de misericordia. Al respecto, el Papa Francisco explicó que “si en nuestro corazón no hay misericordia, no estamos en comunión con Dios. ¡Aquí está todo el Evangelio, está el cristianismo! ¡Pero miren que no es sentimiento […]! Al contrario, la misericordia es la verdadera fuerza que puede salvar al hombre y al mundo […]. Sólo el amor llena los vacíos, los abismos negativos que el mal abre en el corazón y en la historia. […]. Y ésta es la alegría de Dios”.
Siguiendo este tenor, a mí es lo que siempre me han inculcado como base del cristianismo. Esa misericordia es la esencia de nuestra creencia, que se extiende hasta los más variopintos sectores de la sociedad. Ese ha de ser nuestro día a día como cristianos.
La misericordia supone un verdadero acto de amor, que conlleva una verdad, como el hecho de la equiparación en cuanto a derechos y obligaciones civiles entre hombres y mujeres (el verdadero sentido del feminismo de antaño y que yo comparto).
No podemos hablar de que la Iglesia católica denigra a la mujer si resulta que cuando abrimos la Biblia me encuentro con que Cristo salva a María Magdalena de la lapidación, o que las primeras en descubrir la Resurrección de Cristo fueran las tres Marías.
Tampoco entiendo cómo se habla de denigración de la mujer en la Iglesia cuando Cristo dijo a san Juan: “Hijo, ahí tienes a tu madre”.
No sé por qué se defiende que la Iglesia católica, como institución, excluya a la mujer de su tarea, si san Juan Pablo II tuvo un especial reconocimiento a las mujeres en 1988, con su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, con ocasión del año mariano (esto es, de la Virgen María), como más tarde en 1995 con su carta a las mujeres en la que decía que “el punto de partida de este diálogo ideal no es otro que dar gracias.
“La Iglesia desea dar gracias a la Santísima Trinidad por el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las "maravillas de Dios", que en la historia de la humanidad se han realizado en ella y por ella”.
Por tanto, sí, yo soy feminista, y lo digo abiertamente. Considero a la mujer como el don más grande que un hombre puede tener a su lado. Pero esa “lucha” mal entendida no debe extralimitarse de una serie de preceptos jurídicos y morales, como es coartar la libertad de expresión que antes mencionaba, ni tampoco vulnerar unos principios o derechos, como es el caso de la blasfemia, que atenta gravemente contra los valores democráticos si va en contra de unas creencias religiosas.
No podemos dejar a merced de las opiniones de cada uno unas normas impositivas que se han de cumplir. No es viable de ninguna de las formas posibles considerar el asalto a un templo religioso como una reivindicación legítima de una serie de expresiones. Como tampoco puede ser el atentar por motivos religiosos contra la vida de una persona.
Por último, se hace necesario hablar de la actitud que debe tomar la Iglesia dentro de una sociedad. Como tal, el verdadero propósito es el de recomendar a los católicos una serie de actitudes, pues el verdadero objetivo de todo cristiano se encuentra en alabar y ofrecer a Dios en el día a día, ofreciendo el trabajo, el estudio, el amor o incluso las desdichas.
Pero, como bien digo, la Iglesia recomienda, no impone. Y dicha recomendación se fundamenta en la libertad, otorgada al ser humano desde el momento de su Creación (y tratada ampliamente por santo Tomás de Aquino); y en lo enseñado por Cristo.
Esta actitud proactiva no implica disminuir un derecho de aquel que está disconforme, pues quien finalmente vota y toma la decisión no es la Iglesia católica, sino cada católico dentro de su condición de persona inmersa en una sociedad.
Solo entender el verdadero sentido de la libertad de expresión como un derecho e institución fundamental que tiene una serie de límites que no deben sobrepasarse conllevará una verdadera defensa de los valores democráticos. Y si en algún momento alguien se extralimita, sugiero acudir con mayor motivo a lo que dijo Cristo: perdonad y seréis perdonados.