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¿Por qué se dice que Dios vendrá a “juzgar a vivos y muertos”?

Giudizio Universale – es

© Flickr/Holly Hayes/Creative Commons

Gelsomino del Guercio - publicado el 22/06/15

Tras el juicio particular, llegará el día del Juicio Universal, en que cada uno aparecerá frente a Dios, algunos vivos y otros no

Respecto al Juicio de Dios, dos lectores nos han preguntado: “¿Por qué se dice, vendrá a juzgar a vivos y muertos? ¿Cuántas veces debemos ser juzgados? ¿Cómo se conjuga esto con la intercesión de los santos?”.

La Bula de Benedicto XII

El padre Bernardo Estrada, profesor de Nuevo Testamento en la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, declara: “En el Credo, símbolo de los apóstoles o símbolo de fe de la Iglesia católica, se dice que Jesús “vendrá a juzgar a vivos y muertos”. Se trata de una verdad de fe en que se debe creer. La mayor parte de la doctrina católica sobre las últimas verdades de la vida humana y sobre el destino eterno fue publicada en la Bolla Benedictus Deus del Papa Benedicto XII en 1336”.

El juicio “particular”

“Con esta Bula – subraya el sacerdote- se confirma la enseñanza de la Iglesia: es decir, que cada persona, después de su vida terrena, será juzgada por Dios. Si se encuentra en estado de amor, sin pecado grave, podrá gozar de su visión; si en cambio está en pecado, esa falta de amor durará eternamente. Este es el significado de la condena (Cf Evangelio de Mateo 25,31-46)”.

El destino de las almas

A través de la Constitución Benedictus Deus, que debe permanecer en vigor para siempre, “nosotros, con autoridad apostólica, definimos que en base a la disposición general de Dios”:

1) las almas de todos los santos que salieron de este mundo antes de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, así como las de los santos Apóstoles, mártires, confesores, vírgenes, y de los otros fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo, en los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan igualmente en lo futuro,

2) las almas que tienen necesidad o tendrán necesidad de purificación después de la muerte. Es decir, almas que mueren en estado de amistad con Dios, pero que durante su vida han tenido diversas circunstancias de apego al pecado, y ese apego debe ser purificado. Se llama “pena debida a los pecados” y para quitarla se necesita la penitencia (se trata de las así llamadas “animas del purgatorio”);

3) las almas de los niños renacidos por el mismo bautismo de Cristo o de los que han de ser bautizados, cuando hubieren sido bautizados, que mueren antes del uso del libre albedrío, inmediatamente después de su muerte o de la dicha purgación los que necesitaren de ella, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascensión del Salvador Señor nuestro Jesucristo al cielo, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celeste con Cristo, agregadas a la compañía de los santos ángeles, 

estas almas, por lo tanto, serán juzgadas “individualmente” por Dios, a través de un juicio llamado “particular”, sobre la base de su vida terrena.

Pecadores mortales en el infierno

Siguiendo esta óptica, prosigue el padre Estrada, se define que, según la disposición general de Dios, las almas de aquellos que mueren en pecado mortal actual y, por lo tanto, en estado de enemistad con Dios, van al infierno inmediatamente después de la muerte.

El juicio “universal”

Sin embargo, llegará un segundo juicio, llamado “Universal”. “En ese juicio –prosigue el profesor– todos los hombres aparecerán con sus cuerpos “frente al tribunal de Cristo” a rendir cuentas de sus acciones personales, “para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal” (2 Co 5,10). Algunos estarán vivos, otros no.

Aunque su destino eterno ya está fijado (para quien está muerto con el juicio “particular”, para quien está vivo a través de la conducta que está teniendo en la vida), el “universal” servirá para proclamar a Jesús como juez de las naciones, y para volver pública la vida de cada hombre (Cf 1 Tesalonicenses, cap. 4).

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