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Haz sagrada tu rutina

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/06/15

El amor crece en la renuncia diaria, uno no improvisa en el momento de la cruz

Siempre he pensado en Nazaret como el tiempo de la semilla enterrada bajo tierra. El tiempo en el que el reino crece en silencio. Ese tiempo sagrado que Jesús necesitó para emprender su vida pública.

El reino y el sentido de su vida fueron haciéndose fuertes en su alma. La semilla muere para dar fruto. Fue un tiempo de silencio, de familia, de amor cotidiano, de rutinas sagradas.

Sí, porque las rutinas son sagradas. El otro día me lo dijo una persona: “Hay rutinas sagradas llenas de valor. Cuando las perdemos, es como si algo sagrado del alma nos faltara”.

Dicen que los niños, cuando se salen de su rutina diaria, se descolocan, se pierden. A veces pensamos que las rutinas nos hastían. Porque son repetitivas y pueden perder la vida que tuvieron al comienzo.

Y entonces queremos hacerlo todo nuevo, siempre nuevo. Lo queremos renovar todo, queremos cambiar. Creo que la rutina tiene un valor sagrado. Hay rituales incorporados en nuestra vida que nos ayudan a vivir.

Los hábitos y costumbre no son necesariamente malos o buenos. Simplemente tienen algo de Dios, algo que nos da paz y equilibra.

Tal vez podríamos vivir sin esas rutinas si un día desaparecieran, empezar de cero y cambiar. En ese caso estas rutinas perdidas quedarán marcadas en nuestra historia como gestos sagrados que un día nos dieron la vida.

¿Cuáles son esas rutinas diarias que me dan vida y me ayudan a caminar? ¿Cuáles son las rutinas en nuestras amistades, en nuestra vida conyugal, sin las cuales sería difícil crecer?

Las rutinas nos dan energía para la vida. Por eso creo que esos treinta años de Nazaret fueron tan importantes y sagrados para Jesús, para María, para José.

Fueron años de rutinas, de rituales familiares, de costumbres llenas de vida, de hondura, de amor. Vivieron lo sagrado de la vida diaria compartida en familia. Se amaron en el ritual sagrado de cada día. Jesús hizo sagrado lo humano, todo lo humano.

Es importante en la vida reconocer nuestros sentimientos sin escandalizarnos. Amar lo humano que hay en nosotros. Y quererlo como algo sagrado. En Nazaret lo humano se hizo sagrado.

Siempre vamos a vivir en tensión con nuestras pasiones, con esos deseos inconfesables que gritan en lo hondo del alma. No todo en nuestro corazón habla del cielo, es verdad.

Estamos apegados a la tierra y tenemos sentimientos que nos cuesta aceptar. Con las alas vueltas hacia el cielo, con las raíces hundidas en la tierra. Creo que todos vivimos esa lucha.

Y podemos descalificar nuestra cara más mundana, más vanidosa, más humana. La ocultamos detrás de pensamientos espirituales, puros. La tapamos ante los que parecen juzgar nuestra vida. Y vemos como malo lo del mundo y como sagrado lo que me habla de Dios.

En Nazaret la rutina de lo humano se hizo sagrada. Allí lo más humano del hombre tocó el cielo. Allí Jesús aprendió a amar con un amor humano. Allí quiso la vida y en la vida amó a su Padre.

Fueron años sagrados para Jesús. Pero también creo que para sus padres. El otro día leía lo importante que debió ser para María ese tiempo. El ángel le dijo lo que iba a suceder.

Y luego, con el paso de los años, caminaría de la mano de Dios y de la mano de José y Jesús. Tuvo que aprender a amar a Dios en su vida, en lo cotidiano. Tuvo que conocer el amor de Dios y querer sus planes.

Tuvo que querer a Jesús hombre, niño, joven. Querer su inocencia y su fuerza. Su debilidad y su fortaleza. Tuvo que aprender a querer a Jesús Dios. Sus planes desconcertantes. Sus palabras llenas de vida. Su misterio. Tuvo que asirse y desasirse, en ese movimiento mágico del amor que todo lo transforma.


Decía el Padre José Kentenich: “Al pie de la cruz María lo perdió todo por tres días. Ahora su renuncia debe ser total. ¿Cómo nos parece esto ahora? Ella ha madurado, está desasida de sí misma, desasida aun de los afectos más nobles. Ella está entregada a la voluntad del Padre”[6].

Decía él que María en Nazaret aprendió a vivir desde lo más profundo de su alma. Aprendió a meditar la vida y conoció la paciencia de la semilla que muere lentamente y permite que el fruto crezca al ritmo de Dios.

Aprendió a amar desde esa escena que conocemos cuando Jesús tenía doce años. ¡Cuántas otras escenas habría en esos años que no conocemos! Jesús amaría a María y le enseñaría a vivir confiando.

Él mismo también aprendió a vivir así, abandonando su vida en las manos de su Padre y en las manos de María y José. Es la escuela de Nazaret. El silencio de ese tiempo sagrado.

María aprendió a renunciar en su vida cotidiana y su corazón se fue haciendo más capaz para el amor. Se ocultó en Jesús. Vivió en su corazón sagrado, en su herida abierta.

El amor crece en la renuncia diaria. Uno no improvisa en el momento de la cruz. En ese momento se muestra la actitud de vida que hemos ido cuidando.

María aprendió a renunciar en Nazaret con Jesús. Allí compartió sus mismos sentimientos. Siempre pienso que decir que el corazón de María y el de Jesús latirían al unísono no es sólo poesía. Es una verdad muy profunda.

El amor verdadero, hondo, el amor divino en nosotros, nos asemeja. Y hace que podamos compartir los mismos sentimientos. María y Jesús, estoy seguro, compartieron los mismos sentimientos.

Y fue en Nazaret donde empezaron a sentir al unísono. Es el verdadero amor. Es la rutina diaria del amor que se sacrifica y entrega la que fue forjando su corazón de Madre.

María supo desde el comienzo que Jesús se tenía que ocupar de las cosas de su Padre. Lo aprendió con dolor, lo aprendió amando. En la cruz lo volvió a experimentar. Su corazón ya estaba totalmente entregado, ya sentía como el de Jesús.

María nos ayuda a desasirnos de nosotros mismos. El amor propio es muy fuerte y no nos deja abandonarnos. Nuestro ego, nuestro afán de destacar, de marcar, de lograr metas es muy fuerte.

Desasirnos de nuestros apegos humanos. Desasirnos para ser más de Dios. María aprendió en Nazaret. María lo vivió de forma plena en el Gólgota. No se puede entender el momento del Calvario sin el silencio previo de Nazaret.

En ese momento no se improvisa. En la hondura de su corazón María ya lo ha entregado todo. Una espada ha atravesado su corazón. En esa hora están unidos sus corazones. El de Jesús roto. El de María herido. Ambos corazones abiertos.

Ambos corazones han amado hasta el extremo. Se unen al pie de la cruz. Allí se encuentran y se aman. Ambos corazones tan humanos, tan de Dios. Tan enraizados. Tan desasidos. Tan amantes. Tan libres. Amar así no se improvisa. 

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