Llevaremos la misericordia a anticlericales, abortistas, divorciados que inician una nueva relación, promotores de la cultura LGTB, …
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Por Feliciana Merino y Marcelo López
La cercanía del Sínodo General de la Familia de este octubre vuelve a remover las aguas eclesiales y a despertar inquietud. Sin ir más lejos, hace unos días, concretamente el 25 de mayo, se produjo una reunión en la Universidad Pontificia Gregoriana de Roma que ha levantado algunas ampollas.
El encuentro del que hablamos fue promovido por los presidentes de las conferencias episcopales de Alemania, Suiza y Francia, correlativamente el cardenal Reinhard Marx y los arzobispos Markus Büchel y Georges Pontier, y a él asistieron unas cincuenta personas entre teólogos, sacerdotes y periodistas.
Tenía el objetivo de establecer criterios comunes sobre diversas cuestiones, entre las que no olvidaron los dos temas que seguramente despierten mayor atención mediática: la reflexión sobre los divorciados que tengan una nueva pareja y las uniones homosexuales.
Uno de los aspectos más desafortunados de esta jornada de debate fue su carácter cerrado: sólo se invitó a unos pocos medios seleccionados. El resultado es que no contamos con un relato completo y detallado de las discusiones -lo que hubiese sido muy deseable-, sino con visiones parciales que a menudo provienen de perspectivas interesadas o con fuertes connotaciones ideológicas.
Centrándonos en lo que conocemos sobre las intervenciones que se sucedieron en dicha cita, nos parece que merece atención preferente el deseo, que manifestaron algunos participantes, de sustituir la “teología del cuerpo” de Juan Pablo II por una “teología del amor”.
No nos cabe duda de que toda teología debe ser una “teología del amor”. En el odio, el enfrentamiento o el rencor no encontraremos a Dios. Al contrario: Cristo nos ha enseñado que el Padre es Amor y si queremos comprender al ser humano, a la familia, al amor esponsal y filial, debemos tener ese mensaje como referente. Nunca olvidemos el precioso texto de la Constitución pastoral del Concilio Vaticano II Gaudium et spes que Juan Pablo II consideraba la clave hermenéutica de todo el concilio:
“En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (…) Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. (…) Esto vale no solamente para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón obra la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina.”
La “teología del amor” nunca puede ser contrapuesta a la “teología del cuerpo”, de la misma manera que no se puede entender la sexualidad humana sin ambos elementos. Somos cuerpo, nos comunicamos como cuerpo, amamos con el cuerpo y resucitaremos como cuerpo glorioso.
Las personas amamos desde una determinación esencial previa: somos seres sexuales y sexuados, con lo que ello implica y que requiere ser acogido y abrazado como designio divino.
A partir de estas nociones básicas es cierto, también, que la Iglesia debe pensar más y mejor lo que significa la sexualidad en la vida humana ya que afecta a la totalidad del estar en el mundo de cada uno, y no sólo a la intimidad de la pareja. Nos queda mucho trabajo hasta llegar a una comprensión clara de su papel dentro de la vida familiar.
Por eso, porque nos falta claridad y criterio en este ámbito, el debate que se avecina lejos de escandalizarnos debe acogerse bien, porque nos ayuda a reflexionar sobre las verdades de la fe desde la perspectiva del tiempo actual. No obstante,
no podemos esperarlo todo de las discusiones teóricas, por distintas razones:
En primer lugar, como repetía Benedicto XVI, la verdad -siendo objetiva y no relativa- no es algo que se exprese con absoluta perfección en el lenguaje humano, siempre mejorable, sino que es una persona: Cristo.
En segundo lugar, siendo así, descubrir la verdad es profundizar en la relación con el Señor: es una vida y aparece dentro de ella.
¿Cómo podemos, entonces, acercar a los demás el mensaje católico? A través del testimonio de un modo de estar ante la realidad que es -y de eso tenemos experiencia constatable- más bello, más verdadero y más pleno, y que se convierte en un espectáculo que abre el corazón.
Esto significa que necesitamos una Iglesia que sea compañera del hombre o, en una de las frases lapidarias del Papa, que nos hacen falta menos maestros y más testigos.
El nuevo Sínodo de la Familia puede ser ocasión para la reforma de nuestro cristianismo, es decir, para nuestra conversión. Hemos vivido mucho tiempo esperando a que la gente “equivocada” se acerque a los salones parroquiales -respetando el horario que se anuncia en el papel de la puerta-, como si la salvación fuese un cuadro que tuviésemos custodiado con vistas al disfrute personal.
Hay que decirlo con claridad: repantigados en una cultura que se suponía católica, metimos la luz debajo de la mesa, nos guardamos la sal para que sólo sazonara lo que íbamos a comernos y, por esta vía, traicionamos al Señor intentando reducirlo a un cristianismo burgués completamente secularizado, mundano, seco y hasta arisco.
¡Cómo no vamos a sentir extrañeza, y vértigo, y pereza, cuando Francisco nos llama una y otra vez a acercarnos al otro, a volcarnos con los que sufren, a seguir la llamada de la misericordia!
La reforma de la Iglesia, el pueblo de Dios, pasa hoy por salir a las plazas, al cruce de las cuatro calles, a surcar los siete mares, y a provocar encuentros con quien el Señor nos ponga delante: entre ellos habrá anticlericales, abortistas, divorciados que inician una nueva relación, promotores de la cultura LGTB, comunistas y, en general, gente sedienta de Cristo. ¿Cuál es el problema? ¿Tanto hemos pescado en la pecera que nos mareamos sólo de pensar en el mar abierto?
Encontramos a las personas en el punto concreto en el que están, no donde quisiéramos que estuviesen, y el Señor las ama en ese lugar, en su circunstancia.
Nuestra misión es ser compañía y, para ello, tenemos sin duda que tener claridad en los criterios y procurar formarnos, pero sin dejar de lado dos aspectos centrales del cristianismo: que Cristo ya ha vencido y que hemos de desear la gracia de una mirada similar a la que Él dirigió a la mujer adúltera, repleta de misericordia.