¡ESPERA! Toma las cosas con calma y no cedas a la presión…
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Recuerdo que cuando estaba en noveno (16 años) unas chicas de mi promoción resaltaron con marcador, en la lista de todas las niñas colocada en la entrada de cada salón, aquellas que “aún son vírgenes”. Obvio que eso causó mucha presión entre todas las chicas que aún no habíamos cruzado esa frontera: nos sentíamos mal por no haberla cruzado, por ser de “las monjas”, y yo… no pude soportar la presión.
Nunca voy olvidar ese “tan esperado día”. A mis 16 años yo ya me sentía lista para, ¡al fin!, “deshacerme de mi estorbosa virginidad”. Todo estaba planeado: era “el día perfecto”, “la hora perfecta”, con “la persona perfecta”, en “el lugar perfecto”.
Para esto debo decirles que la gran mayoría de mis amigas ya se habían “librado” de su virginidad, así que yo me sentía en la obligación de “agilizar el proceso” tan sólo porque no quería ser la última. Sí, así de patético como suena. Además, tenía que tener “material” para poder involucrarme en sus conversaciones sobre el tema.
Volviendo a aquél momento: allí estaba yo, con él en su cuarto, en su cama lista para empezar. De pronto los dos entramos en un pánico enorme, ¡pues ninguno —también era su primera vez— tenía idea de qué era lo que venía! Aun así, decidimos aventurarnos y continuar.
Creo que no pasaron más de diez minutos cuando ya todo había terminado, tan solo diez minutos en los que habíamos intentado simular lo que alguno de los dos había visto en alguna película. Me acuerdo haberlo mirado luego de levantarme y pensar para mis adentros: “¿esto era?” Obvio, también lo besé y le dije que lo amaba, pero me dolía todo, incluso el corazón, y no entendía por qué.
Recién hoy, luego de ocho años, entiendo por qué me dolió tanto el corazón después de aquella “primera vez”: yo no llevaba más de diez meses con este chico, y todos esos diez meses se acababan de ir al tacho en diez minutos. Sí, al poco tiempo terminamos porque ya no nos podíamos mirar igual, además de que yo ya no me sentía la misma al mirarme al espejo. Me había entregado a mi enamorado de diez meses, porque sentía la presión por deshacerme de mi virginidad “cuanto antes” y —típica excusa— “porque nos amábamos y lo nuestro era para siempre”. Pero todo el amor que habíamos cultivado en esos meses se había perdido en esos diez minutos desastrosos.
Hoy en día todos tenemos un afán enorme por cruzar fronteras sin estar preparados, pensado en “qué dirá la gente que me rodea si yo no…”, pensando en que “debo hacer lo que los demás hacen para ser aceptada y no quedar en ridículo”.
Hace unos meses me volví a cruzar con el chico a quien le entregué mi virginidad. Lo vi muy diferente, pero era él, “mi primer amor”. Cuando nos acercamos para saludarnos, nos quedamos mirando el uno al otro y lo único que salió de su boca fue esto: “si nos hubiéramos esperado, hoy serías la ÚNICA”. Nos despedimos y cada uno siguió por su camino.
Cuando me dijo eso, entendí que mi corazón me había dolido tanto aquel día: fue el inicio del fin de nuestro amor. Entendí también que nuestro amor no había sido tan fuerte y valiente como para no prestar atención al resto del mundo y hacer la opción por esperarnos el uno al otro para poder compartir nuestras vidas por siempre, y así ser los únicos en la vida de otro.
Con mi historia quiero decirles a todas las jóvenes que hoy aún no la han cruzado esa frontera y aún son vírgenes: si tú eres una de ellas, ¡ESPERA! Toma las cosas con calma, no cedas a la presión, espera contra viento y marea, espera a que tu primera vez sea en el matrimonio, para que verdaderamente llegues a ser la única, tú para él y él para ti.
C., 24 años, Colombia.