“Yo no soy héroe, estoy tan lejos… sueño con mi vida en tus manos…”
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La semana pasada imploramos la llegada del Espíritu Santo a nuestras vidas. Es el Espíritu que nos cambia el corazón y la forma de mirar. El Espíritu Santo nos hace más flexibles. Ensancha el alma para capacitarnos para el amor.
Felipe Neri cuenta esa experiencia profunda de Dios en su vida. En Pentecostés de 1544 vio venir del cielo un globo de fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió poseído por un amor de Dios enorme.
Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su pecho estaba hinchado. A partir de entonces, Felipe experimentaba tales accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. Especialmente cuando celebraba misa, confesaba o predicaba.
Tras su muerte se descubrió que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más sitio al corazón. El Espíritu cambió su alma, su corazón, su vida. Le enseñó a amar a Dios y a los hombres.
Quisiéramos nosotros que el Espíritu viniera de una forma semejante. No pedimos que nos rompa las costillas para que nos quepa un corazón más grande. Pero sí queremos aprender a amar de verdad.
Decía el Padre José Kentenich: “Existen millones de hombres que no han aprendido amar de corazón a otra persona. Dicen, amamos a Dios, pero no es cierto. ¿A quién han amado? A una idea. Esto es una tragedia. Tenemos que aprender a amar a los hombres. No amo a una persona concreta, sino que, en esa persona amo a Dios. Tengo que tener presente la relación de esa persona con Cristo”[1].
Amar a los hombres en Dios. Amar a Dios en los hombres. Amarlo con el amor que Dios me regala. Se lo pedimos al Espíritu Santo. Que penetre nuestra vida y nos cambie la forma de amar, de entregarnos. Un corazón capaz de vincularse de verdad, desde las mismas entrañas.
¿Cómo amo yo? ¿Cómo es la calidez de mi amor a los hombres y a Dios? Me gustaría tener un corazón grande, misericordioso. Una persona rezaba:
“Soy un niño torpe y egoísta. Pero es verdad que tiemblo a tu lado, Jesús. ¡Cuídame! Cuida mi vida para que sea fecunda en tus manos. Sabes que sueño cosas grandes. Gracias por tu Espíritu que me invade. Que me enamora. Quiero tocar las estrellas torpemente.
Gracias por quererme tanto. Yo no soy héroe. Estoy tan lejos. Sueño con mi vida en tus manos. Con mi vida que es tan pequeña. Quiero tocar el infinito. Acariciar tu rostro. Amanecer mil días. Descifrar lo oculto entre las sombras. Anochecer despacio.
Sonreír en la tormenta. Levantar los brazos orando. Sentir el frío en mi alma. Y convertir en calor la nieve. Vestirme cuando voy desnudo. Sentir todo lo que siento. Apasionarme y sufrir. Alegrarme con gritos de júbilo. Tocar y mirar. Llorar con dolor y de alegría.
Conmovido por la vida que me vive. Anunciar el fuego que enciende el alma. Mantenerlo encendido. Aprender a hablar con pocas palabras. Sonreír a cada rato. Velar con el que sufre. Reír con el que ríe. Lograr metas. Aceptar fracasos. Vivir cada día como el último.
Adorarte Jesús en cada hora. Hundirme en el pozo de mi alma. Sacar agua. Tocar la hondura. Reír y llorar. Saber que no todo importa. Que sólo importa lo que de verdad importa. Temblar y dudar. No tenerlo todo claro. Tampoco todas las respuestas. Sólo algunas.
Esconderme en tu herida. Aprender a caminar de nuevo. Guardar silencio cada día. Hablar de cosas bonitas. Saber sufrir y compartir la vida. Hollar caminos ya hollados. Caminar por sendas nuevas. Confiar. Aún cuando nadie confíe. Alegrarme con la vida que Dios me da. Saber tirar del alma de los hombres. Lentamente. Con prudencia”.
Me gusta esa oración. Esa súplica del alma. Así queremos vivir en la fuerza del Espíritu. Con su fuego puede cambiar nuestra mirada y nuestra forma de amar. Puede enamorarnos más de la vida y puede hacernos soñar más alto.
¡Cuánto egoísmo hay hoy en nuestro mundo! El yo se convierte en la única referencia en el camino. Todo tiene que girar en torno a mí. Conjugamos todo en primera persona. “Yo, mí, me, conmigo”.
El egoísmo no me deja mirar a Dios. No pienso en los que amo, sólo pienso en mí, en lo que yo quiero, en lo que yo necesito para ser feliz. No me doy al otro, porque sólo espero recibir. O quiero que me dejen tranquilo, para hacer mi vida y que no me molesten.
Y pienso que los demás son los egoístas cuando quieren que yo haga lo que no quiero hacer. Que los demás no respetan mi libertad y me atan. No entiendo que eso que quieren que haga es aquello a lo que un día me comprometí por amor.
Sí. Me sorprende la inmadurez en personas que por su edad ya tenían que ser maduras, pero que no son capaces de ver la vida con la mirada del otro. Miran desde su egoísmo y orgullo. Desde su insatisfacción, muchas veces desde su rencor con la vida que han tenido hasta ahora. Desean vivir la vida no vivida.
Decía el Padre José Kentenich: “El amor verdadero gira siempre en torno al tú, está interesado en el bien del tú. No gira primaria y continuamente en torno al propio yo. No busca la autosatisfacción. Busca el beneficio, el desarrollo del tú a quien se entrega, trátese de Dios o del prójimo”[2].
Ese amor verdadero es el que necesitamos para vivir de verdad. Cuando no amamos así es porque no hemos madurado en el camino de la vida. El corazón no se ha hecho más grande para amar con el paso de los años.
Puede que el pelo se haya encanecido, pero el alma permanece como la de un adolescente. No vivimos entonces descentrados sino centrados en nosotros mismos. En nuestros proyectos y deseos.
Decía el Papa Francisco: “Detrás de la tentación del cansancio de salir a la misión, se esconde el egoísmo. Y se esconde, en última instancia, el espíritu mundano, volver a la comodidad, al estar bien, a pasarlo bien”.
El egoísmo de la comodidad. ¿Cómo organizo mi vida? ¿Qué cosas gratuitas hago por los demás? ¿Me doy con sencillez o busco hacer siempre lo que yo quiero? ¿Me adapto a los planes de aquellos a los que quiero o antepongo siempre mis deseos?