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Un libro (ed. Palabra) analiza la figura y la vida del beato
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Desde el sábado 23 de mayo, el salvadoreño Monseñor Óscar Romero es el primer obispo mártir de América. Sobre su beatificación se puede pasar como sobre ascuas, para evitar la confrontación entre quienes, desde una óptica que se considera progresista, lo imaginan al frente de una Iglesia que apoya incondicionalmente a los desfavorecidos, y quienes, desde una óptica considerada conservadora, piensan que se dejó engañar por los comunistas, aunque no lleguen a justificar a los que, bajo tal acusación, lo asesinaron el 24 de marzo de 1980. Son divisiones y calumnias que ya tuvo que sufrir Romero en vida, y que solo sirven para acallar su mensaje, todo lo contrario que pretende su beatificación.
Tratando de superar estos escollos, me he acercado a los hechos, publicaciones y prédicas de Romero a lo largo de toda su vida -y no solo en sus últimos tres años como arzobispo de San Salvador-, reflejando su biografía en el libro Monseñor Óscar Romero, pasión por la Iglesia (Palabra, 2015). A mi entender, hay tres misiones clave o tres pilares sobre los que se sustenta la vida y santidad de Romero, sin cuya comprensión cualquier explicación que quiera darse de lo que hizo el arzobispo corre el riesgo de venirse abajo: ser profeta contra el pecado, voz de los sin voz y pastor fuerte hasta el martirio.
Un Jonás para América Latina
Romero era tímido y a la vez sensible e inteligente, partidario por ello y por convicción del trabajo y el diálogo, y no de la crítica y la protesta estéril. Por eso trató de utilizar siempre su palabra y educación para hacer entrar en razón también a los injustos opresores políticos. Así lo hizo incluso cuando, siendo obispo de Santiago de María, la Guardia Nacional salvadoreña asesinó en junio de 1975 a cinco campesinos en la localidad de Tres Calles. Romero denunció entonces el hecho en carta al presidente de la República, precisando que su mensaje era “completamente confidencial” y confiando en que el diálogo sirva para “conjurar conflictos” provocados porque un cuerpo de seguridad “se atribuye indebidamente el derecho de matar y maltratar” aunque fuera a supuestos delincuentes.
Romero no predicó nunca contra un grupo, sino contra el pecado, y contra la violencia. Incluso en la homilía del 14 de marzo de 1977, al día siguiente del asesinato del sacerdote jesuita Rutilio Grande -situación que a veces se ha presentado como una “conversión” para Romero-, el arzobispo mostraba su confianza en que las autoridades investigaran el crimen y criticaba la respuesta violenta de los revolucionarios: “mientras no se viva una conversion en el corazon, una doctrina que se ilumina por la fe para organizar la vida segun el corazon de Dios, todo sera endeble, revolucionario, pasajero, violento. Ninguna de esas cosas son cristianas”.
En la homilía del 24 de julio de ese año, Romero se referirá a las ciudades del Antiguo Testamento destruidas porque “los hombres buscaban la felicidad fuera de Dios, como hoy la esta buscando America Latina tambien, una felicidad sin Dios, contra Dios, destruyendo la imagen de Dios en la tierra que es el hombre”. No era, pues, la suya una denuncia partidista, que exaltara a un sector social frente a otro.
Como dijo en otra homilía el 16 de julio anterior “hay muchos injustos en esta hora y hay muchos atropellos a la dignidad humana, y hay muchas injusticias con el pobre y el pobre también las comete contra el rico, hay muchas situaciones de pecado. Así lo dijeron los obispos autorizados por el Papa reunidos en Medellín: en América Latina hay una situación de pecado, hay una injusticia que se hace casi ambiente y es necesario que los cristianos trabajen por transformar esta situación de pecado.
El cristiano no debe tolerar que el enemigo de Dios, el pecado, reine en el mundo. El cristiano tiene que trabajar para que el pecado sea marginado y el Reino de Dios se implante. Luchar por esto no es comunismo. Luchar por esto no es meterse en política”.
La denuncia de Romero, en definitiva, casi podría llamarse mística en vez de profética, y también podría decirse que su profecía tenía algo de un pesimismo al estilo de Jonás, con la particularidad de que a Jonás le creyeron los ninivitas y su ciudad se salvó, mientras que a Romero lo mataron y, desgraciadamente, sus advertencias de adónde podía llevar el odio y la violencia de unos contra otros, no pudieron evitar la guerra civil salvadoreña.
Voz de los que no tienen voz
Romero vivió como arzobispo de El Salvador una situación de opresión y falta de derechos, en la que decidió dar voz y cobijo a los perseguidos, porque, como ya había escrito siendo obispo de Santiago de María en la citada carta del 26 de junio de 1975 al presidente, lamentaba “la forma en que se ha atropellado la dignidad y la vida, a la que tiene derecho todo hombre, incluso si es un criminal, mientras no se le haya sometido a un tribunal de justicia”.
Dar cobijo al perseguido, conforme al elemental derecho de asilo en circunstancias en que no se garantizan los derechos ciudadanos, no significa compartir los postulados de los refugiados. Así Romero, el 12 de abril de 1978, pedía al Bloque Popular Revolucinario (BPR) que había ocupado la catedral de San Salvador, que no abusara de la confianza de quien como “Buen Samaritano, ha procurado ayudar a todo necesitado, de cualquier color que sea, y que, en este sentido, se les suplicaba mantener y hacer mantener entre sus adeptos el respeto a la autonomia de la Iglesia y que de ninguna manera fueran a utilizarla para sus fines. Insistimos mucho pues, en clarificar esta posicion de la Iglesia que siempre tiene la obligacion de amparar a los que son perseguidos y ser voz de los que no tienen voz, pero tratando de distinguir bien su mision netamente de Iglesia de cualquier otro aspecto partidista, sobre todo, si tiene visos revolucionarios”.
Durante una nueva ocupación de la catedral, el 8 de mayo de 1979, el BPR se enfrentó a la policía y hubo una matanza. En esas circunstancias, Romero no se plegó a los ruegos de que celebrara allí la misa dominical, ni siquiera como funeral, ya que eso haría parecer a la Iglesia subordinada “a la ideologia y estrategia” de los revolucionarios. Es más, en esa misa denunció los “atropellos a la libertad de acción” que estos cometían, acusándoles de violar el principio moral que prohíbe “hacer el mal aunque sea para lograr bienes” y cometer “ellos mismos lo que dicen condenar”.
La fortaleza del mártir
Los muchos años de trabajo de Romero como secretario del obispo de San Miguel, primero, y como secretario de la Conferencia Episcopal Salvadoreña, después, le curtieron en la prudencia del buen gobernante. Como obispo auxiliar de San Salvador, de 1970 a 1974, tuvo que experimentar la división en la Iglesia a causa de las tensiones entre los llamados progresistas y conservadores. Pero todos sus criterios conciliadores y prudenciales tuvieron que dejar paso a la fortaleza del pastor cuando, como obispo, comprendió que sus fieles, y particularmente sus sacerdotes, estaban amenazados de muerte por un gobierno que no tenía la menor intención de buscar el bien común.
Todavía en su primera pastoral como arzobispo, en el verano de 1977, presentaba Romero a la Iglesia como experta en soluciones para la cuestión social que se ofrecía al diálogo. Un año más tarde, el tono de su segunda pastoral tenía que ser de defensa de la Iglesia frente a “la calumnia que la quiere presentar como subversiva, promotora de violencia y odio, marxista y politica”. En esa pastoral, denunció el arzobispo “una serie de hechos que constituyen una verdadera persecución a la Iglesia”, lo que no es extraño porque “desde el comienzo los cristianos experimentaron la persecución”. Esta no consistía en El Salvador en prohibiciones legales, sino “en imposibilitarle llevar a cabo su misión y en atacar a los hombres a quienes ella se dirige”.
Ante tal persecución, Romero cerró filas apoyando a sus sacerdotes, pues sabía que los perseguían por serlo, y no por defender doctrinas subversivas: para la dictadura salvadoreña, toda la doctrina católica lo era, aunque fuera cierto que había sacerdotes propensos a la subversión. Romero sabía también que, si un sacerdote se acercaba a esas doctrinas, había formas de corregirlo, mientras que si lo desamparaba ante un poder totalitario, estaba incumpliendo su deber de pastor. De modo que prefirió fiarse de sus sacerdotes -aunque pudiera haber quien abusara de dicha confianza- y no de un gobierno manipulador que no reconocía ni los menores derechos, aunque esta postura le supusiera también la incomprensión de otros obispos.
La homilía del 23 de marzo de 1980, en la que Romero exigió desobediencia a los soldados cuando les pidieran matar en actos de pura represión, fue su sentencia de muerte, ejecutada al día siguiente por quienes, en años posteriores, fundaron un partido que llegó a gobernar en El Salvador. En el otro extremo, medio año después de morir Romero, los revolucionarios se unieron en el FMLN, que declaró la guerra al gobierno en 1981. La guerra civil duró una década y consumió 70.000 vidas. Al terminar, el 1992, el FMLN renunció al marxismo leninismo y, después de que varias de sus organizaciones fundacionales lo abandonaran, dirigió entre 2009 y 2014 un gobierno cuyo jefe, Mauricio Funes, lo puso bajo la intercesión del difunto obispo. Ahora, al proponer que se venere como mártir, la Iglesia confía en que todos sepamos seguir el ejemplo de lucha contra el pecado, acogida de los desheredados y fortaleza de Romero.
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