La fe y la esperanza de la Iglesia naciente estaban concentradas en Ella
Al amanecer del tercer día, una vez pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé se pusieron en camino hacia el sepulcro de Jesús. El amor las impulsaba a prestar los últimos servicios al cuerpo muerto del Señor, que no habían podido llevar a cabo en la tarde del viernes. Mientras caminaban, se preguntaban unas a otras: ¿quién nos removerá la piedra de la entrada al sepulcro? (Mc 16, 3). Era, en efecto, una especie de rueda de molino que varios hombres habían colocado para cerrar la sepultura.
Llama la atención que los evangelios no mencionen a la Santísima Virgen. Tras haber anotado su presencia al pie de la Cruz, la figura de Nuestra Señora no vuelve a aparecer hasta después de la Ascensión, cuando San Lucas, al principio del libro de los Hechos de los Apóstoles, señala que María se encontraba en el Cenáculo de Jerusalén, con los Apóstoles, las otras mujeres que habían seguido al Señor desde Galilea y varios de sus parientes (cfr. Hch 1, 12-14).
Este silencio es muy elocuente. María, al contrario de todos los demás, creía firmemente en la palabra de su Hijo, que había predicho su resurrección de entre los muertos al tercer día. Por eso, desde la más remota antigüedad, los cristianos han pensado que pasó en vela la noche del sábado al domingo, esperando el momento en que Jesús cumpliría su promesa. Podemos pensar que, con la ayuda de Juan —que no se separaba de Ella desde que la había recibido por madre al pie de la cruz—, dedicó las horas anteriores a reunir a los discípulos del Maestro, tratando de fortalecerlos en la fe y en la esperanza, sobre todo a los que habían sido cobardes en aquellos momentos dolorosos.
Mientras despuntaba el alba del nuevo día —que pronto comenzaría a llamarse dies dominica , día del Señor—, la Virgen se metía más y más en la oración. La fe y la esperanza de la Iglesia naciente estaban concentradas en Ella. Y es sentir común que la primera aparición del Señor resucitado fue para su Madre: no para que creyera, sino como premio de su fidelidad y consuelo en su dolor. Después, con el pasar de las horas, la noticia corrió de boca en boca: primero entre los discípulos, a quienes se lo comunicaron las mujeres que habían ido al sepulcro; y luego a círculos cada vez más amplios.
Sin embargo, en Jerusalén los ánimos estaban todavía revueltos; la crucifixión de Cristo no había aplacado los odios de los príncipes de los sacerdotes y de los ancianos. Sobre los Apóstoles pendía un serio peligro: el de ser acusados de robo y ocultamiento del cadáver. Quizá por esta razón, los ángeles recordaron a las mujeres —para que lo comunicaran a los discípulos— lo que Jesús mismo les había dicho antes de la pasión: que se marcharan a Galilea (cfr. Lc 24, 8).
Aquel primer domingo estuvo lleno de idas y venidas al sepulcro vacío. Finalizó con la aparición de Jesús a los Apóstoles en el Cenáculo, a la que seguiría otra en el mismo lugar, una semana después (cfr. Jn 20, 19 ss). Luego debieron de emprender el viaje a Galilea, con María entre ellos, por los senderos recorridos otras veces con Jesús en alegre compañía.
A la espera de las manifestaciones del Maestro, los Apóstoles volvieron a su trabajo de pesca (cfr. Jn 21, 1 ss) mientras la Virgen, seguramente alojada en la casa de Cafarnaún donde antes había vivido, seguía fortaleciendo a todos en la fe y en el amor.
Poco a poco los ánimos hostiles se aplacaron, los Apóstoles y los discípulos vieron fortalecida su fe en la resurrección: de cada encuentro con el Señor —los evangelios nos relatan sólo algunos— salían enardecidos, alegres, optimistas de cara al futuro. Hasta que, en un momento determinado, Jesús citó a los más íntimos en Jerusalén para darles las últimas enseñanzas y recomendaciones, porque la partida definitiva se acercaba.
Fue una tarde, después de consumir juntos la última comida. En la cima o en las laderas del Monte de los Olivos, con Jerusalén a sus pies, tuvieron la última reunión en familia con el Maestro. Quizá sus corazones se encogieron un poco, pensando que ya no le verían más. Pero el Señor mismo, adelantándose, les aseguró que continuaría con ellos de un modo nuevo (cfr. Mt 28, 20).
Les mandó no ausentarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre (Hch 1, 4), y luego subió a los Cielos para participar del señorío de Dios en su Humanidad Santísima. San Lucas cuenta la escena con detalle: los sacó hasta cerca de Betania y levantando sus manos los bendijo. Y mientras los bendecía, se alejó de ellos y comenzó a elevarse al cielo. Y ellos le adoraron y regresaron a Jerusalén con gran alegría (Lc 24, 50-52). Tenían consigo a la Madre de Jesús, que era también Madre de cada uno de ellos. Y, estrechados en torno a Ella, aguardaron la llegada del Espíritu Santo prometido.
Artículo originalmente publicado por Opus Dei