Obediencia y trabajo, en el contexto de una vida ordinaria
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Después de haber narrado el hallazgo del niño Jesús entre los doctores del Templo, el Evangelio continúa: bajó con ellos, vino a Nazaret y les estaba sujeto. Y su Madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres (Lc 2, 51-52).
En dos versículos del evangelio se resumen dieciocho años de la vida de Jesús y de María. Años en los que la Sagrada Familia conduce una existencia como la de los demás habitantes de Nazaret, pero repleta de amor. Años decisivos en la epopeya de la Redención, que el Verbo encarnado estaba ya llevando a cabo por medio de la obediencia y del trabajo, en el contexto de una vida ordinaria.
Pronto quedó atrás aquel suceso del Templo, pero las palabras que entonces les dijo Jesús ofrecieron constante tema de meditación a José y a María. Percibieron con nueva claridad el sentido de la vida de Jesús en la tierra, toda volcada al cumplimiento de la misión que el Padre celestial le había confiado. Y, aunque debió de dejar una profunda huella en sus almas, la vida en Nazaret prosiguió como siempre.
Cada jornada traía su propio afán. Las tareas de María eran las propias de un ama de casa: caminatas a la única fuente del pueblo para llenar el cántaro de agua fresca; amasar la harina y llevarla al horno para fabricar el pan de la semana; mantener limpia y agradable la vivienda, sirviéndose quizá también de sencillas flores que daban colorido y aroma al ambiente; hilar la blanda lana y el suave lino, y tejer luego las prendas necesarias; ocuparse de las compras imprescindibles cuando llegaba al pueblo un buhonero pregonando su mercancía… Mil tareas domésticas que María realizaba como las demás mujeres de la aldea, pero con un inmenso amor.
Cuando el Niño era aún pequeño, acompañaría a su Madre en las faenas caseras o en sus desplazamientos por la aldea.
A medida que fue creciendo, pasaría más tiempo con José. Durante los años que ahora nos ocupan, comenzaría a ayudarle en su trabajo, que era abundante. El taller de José era como los otros existentes en aquellos tiempos en Palestina. Quizá era el único de Nazaret, un pueblo pequeño.
Olía a madera y a limpio. Los trabajos que se realizaban eran los propios del oficio de artesano, como le designa el Evangelio, en el que se hacía un poco de todo: construir una viga, fabricar un armario sencillo, arreglar una mesa o un tejado, pasar la garlopa a una puerta que no encajaba bien… Jesús, primero adolescente y luego joven, aprendió de José a trabajar bien, con cuidado en los detalles, con una sonrisa acogedora para el cliente, cobrando lo justo, aunque dando facilidades de pago a quien pasaba por una temporada de apuros económicos.
Un día murió José. Jesús había crecido, ya podía hacerse cargo de la casa y cuidar de su Madre. Debieron de llorar María y Jesús al afrontar ese trance, mientras el Santo Patriarca, acompañado muy de cerca por sus dos grandes amores, expiraba en paz. Había cumplido su misión.
Con la muerte del Patriarca, la Madre y el Hijo estrecharon aún más su intimidad. ¡Cuántas veces le recordarían en sus charlas a solas, o con otros miembros de la familia, en las largas veladas del invierno, al calor del hogar! E irían desmenuzando tantos detalles de olvido de sí, de servicio a los demás, que constituían el entramado de la vida de José el artesano.
En la tranquila paz de aquella casa, María continuó sus tareas de siempre: cocinar y lavar cacharros; moler y amasar la harina; coser las prendas de Jesús y las suyas propias; recibir con un gesto amable a las personas que acudían a visitarla... Cada vez con más amor, pues tenía cerca, muy cerca, a su lado, a Quien es la Fuente del amor. Sin embargo, su vida no llamaba la atención de parientes y vecinos. Ni siquiera su dulzura y su delicadeza, que atraía a todos y hacía que todos se sintiera a gusto a su lado. Porque eran como el rocío, que da frescor y colorido a los campos, y apenas se llega a ver.
Y mientras Jesús crecía y trabajaba, la Virgen guardaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2, 51), ponderándolas y meditándolas, haciendo de cada una ocasión y tema de su diálogo ininterrumpido con Dios.
Artículo originalmente publicado por Opus Dei