Representar gráficamente la fe siempre ha sido una necesidad. Desde los inicios de la Iglesia, los cristianos han usado imágenes como los panes y los peces, el buen pastor, la cruz,… y a partir del siglo IV creció la veneración a los santos mártires.
Sin ir muy lejos recordemos tan solo un ejemplo: los frescos de las catacumbas en Roma.
Pero no para quedarse en los objetos o las pinturas, sino para ir más allá. Las creaciones humanas no son fin en sí mismas sino una especie de trampolín para relacionarnos con una realidad superior: la divinidad.
Una cosa es apreciar con admiración el ingenio humano reflejado en una obra de arte y otra es “ver” por medio de estas obras lo que es digno de adorar y/o venerar.
A lo largo de los siglos
El concilio de Nicea del 787 fija la actitud de la Iglesia a cerca de las representaciones sagradas cuando un huracán iconoclasta, que promovía la destrucción de imágenes y pinturas, convulsionó el cristianismo, especialmente el oriental.
Posteriormente la función didáctica y pastoral de las pinturas jugó un papel importante en la Edad Media: en aquel periodo las paredes de las iglesias se convirtieron, con la pintura, en la Biblia de los pobres.
Sobre aquellas pinturas se instruyó y la vida cristiana recibió estímulo. Aquellas pinturas enseñaban a los iletrados lo que la escritura enseñaba a los letrados. Es decir, aquellos que no conocían la Escritura, vieron en las pinturas lo que debían creer y obrar.
Muchas de esas pinturas han llegado hoy en día hasta nosotros y son verdaderas obras de arte:
La invención de la imprenta abrió posteriormente un nuevo espacio a la iconografía que llegó fácilmente a las manos de la gente.
Un valor incalculable
Es muy natural tener un recuerdo de los familiares difuntos, como fotos, cuadros, cosas que les pertenecieron y que se conservan con devoción, especialmente si en vida dejaron de sí mismos una huella feliz y grata.
Y también es natural para el cristiano recordar con veneración y agradecimiento a miembros de su familia eclesial.
El razonamiento familiar es pues perfectamente transferible al campo eclesial, y esto nos advierte que el cristiano forma parte de una familia, la Iglesia, y los santos son los miembros de esta familia que, por su vida y fidelidad al evangelio, la Iglesia misma invita a imitar.
Pero son también los hermanos mayores que, gozando ya de la visión beatífica de Dios, pueden interceder por nosotros, todavía peregrinos sobre la tierra, y obtener aquellas gracias sobre todo espirituales que nos permitan vivir dignamente nuestra fe. El culto a los santos es esto y sólo esto.
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