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El beato Manuel González y su tiempo

Cristo sufriente en la cruz

© jingoba

Manuel Bru - publicado el 02/05/15

Hizo suyo el grito del abandono de Jesús en la cruz

Uno de los temas abordados en el primer congreso internacional sobre el Beato Manuel González (1877-1940), obispo español fundador de las Misioneras Eucarísticas de Nazaret, conocido por su pasión por los “sagrarios abandonados”, lleva por título “El beato Manuel González y su tiempo”.

Un título que nos invita a discernir la aportación de este santo sacerdote a su tiempo, y por tanto al mundo que le toco vivir, por aquello de que si, como nos dice el Señor en el Evangelio, “tanto amó Dios al mundo que le entregó a su propio Hijo”, también tanto amó Dios al mundo que no ha dejado ni dejara nunca de entregarle hombres y mujeres ejemplares, que imitando a su Hijo, den la vida por ese tiempo y ese espacio del mundo al que providencialmente fueron enviados para llevarles el inmenso amor de Dios.

En primer lugar, tengo el convencimiento de que no debemos tener miedo de dar al traste con la impuesta teoría del progresismo histórico, según la cual cualquier tiempo fue mejor que el anterior, porque el progreso científico y técnico del hombre hacen aún más bueno al hombre que, ya de por si naturalmente bueno, sobre todo tras su supuesta emancipación al compas de la modernidad, habría alcanzado su mayoría de edad. Y, sin necesidad de un Padre al que mirar y del que esperar, sería capaz de bastarse a sí mismo, y no necesitar ni siquiera arrepentirse porque ya no pecaría, sino tan sólo cometería errores, errores colaterales a la conquista de su imparable y benéfica autonomía y libertad.

Según esta teoría, la del progresismo histórico, el siglo XX, todo el siglo XX, también su primera mitad, y por tanto el tiempo del Beato Manuel González, debía haber sido un siglo no sólo mejor que los siglos anteriores, sino mucho mejor, a tenor de la aceleración del progreso científico y técnico que lo acompañó. Pero todos sabemos que no fue así. Porque la libertad de los hombres no depende de las agendas del voluntarismo moral, ni para la historia de cada hombre, ni para la historia de la humanidad.

El siglo XX, cuya primera mitad podríamos definir como su parte trágica, precisamente “el tiempo” del Beato Manuel González, fue, en palabras del filósofo italiano recientemente fallecido Giuseppe Maria Zanghì, el siglo de la noche oscura de la cultura occidental, el tiempo por antonomasia en la historia de la cristiandad en el que cayó la noche oscura del abandono del hombre sobre el hombre, y del abandono del hombre sobre Dios. Y también con ello de la impresión del hombre de haber quedado abandonado de Dios.

Evidentemente, por haber sido el siglo de la normalización del ateísmo teórico y práctico, es decir, de la consolidación del alejamiento de Dios como eje modal de la cultura dominante, así como de la normalización real de la vida personal y social como una existencia sin necesidad de referirse a Dios, a través de la llamada “apostasía silenciosa”, inseparable de la “espiral del silencio” religioso como fenómeno mediático de conformación a corto plazo de la opinión pública, a medio plazo, del clima de opinión, y a largo plazo, de una cultura arraigada y asentada en dicho silencio.

Pero no sólo por eso, sino por algo mucho más importante. El siglo XX, el tiempo del beato Manuel González, no es sólo la noche oscura del “sin Dios”, sino la noche oscura del abandono del hombre. Y así como los santos y los carismas en la historia de la Iglesia van escribiendo un quinto evangelio de la vida, porque cada uno de ellos es como la exégesis bíblica práctica, la de la realización personal y comunitaria de cada palabra del Evangelio; del mismo modo podríamos identificar cada época de la historia de la iglesia con cada una de esas palabras inabarcables y sagradas.

Y, sin duda, el siglo XX sería el siglo del abandono. De Cristo abandonado, abandonado en los sagrarios abandonados que cautivaron al beato Manuel González, pero también, inseparable de aquel, del abandono de Cristo en el hombre abandonado, solo, confundido, despreciado, maltratado, olvidado, empobrecido, rechazado. Aquel que nuestro querido y venerado beato veía en el rostro de los niños para los que construyo escuelas, de los hombres y mujeres mendigos de misericordia.

El tiempo del Beato Manuel González es el tiempo del grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado” que es el grito de la humanidad que, consciente e inconscientemente, ansía al Dios que culturalmente ha sido olvidado y silenciado, en los sagrarios de las iglesias vacías o cerradas, o en el corazón de los hombres abrumados por penurias, angustias y soledades, para los que la Iglesia y la eucaristía son, como dice el Papa Francisco, un hospital de campaña en medio de tantas batallas y con tantos hombres y mujeres con tantas heridas abiertas.

Una de las misteriosas constantes de la historia de la espiritualidad cristiana es la inseparable conexión entre devoción eucarística y solicitud por lo pobres, entre amor apasionado por Jesús eucaristía y amor apasionado y contemplativo por Jesús presente en el sediento, el hambriento, en desnudo, el encarcelado, el enfermo, el abandonado….

Y si esta conexión hunde sus raíces en la teología cristiana, para la que eucaristía y amor fraterno son inseparables, como lo es la Última Cena del Lavatorio de los Pies, en el Beato Manuel González esta conexión adquiere una novedad carismática apasionante: eucaristía y humanidad se unen en una palabra: abandono.

El abandono de Cristo en los sagrarios abandonados, los de las iglesias cerradas o vacías, y el abandono de Cristo en los hombres abandonados. Y no un abandono atemporal, sino el abandono de un tiempo de la historia de la Iglesia y de la humanidad, el de entre otras cosas dos guerras mundiales y una guerra civil en España, que fueron abandono de Dios y abandono de los hombres.

Un tiempo en el que el beato Manuel González hizo suyo el grito del abandono de Jesús en la cruz, para abrazar a Dios en los sagrarios abandonados de los hombres, y para abrazar a los hombres en un Dios que en Cristo, escondido en el sagrario de sus corazones, de sus anhelos, de sus suplicas, y de su silencio y soledad, se hace uno con sus abandonos.

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