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Juan Pablo II, el Papa al que tampoco le gustaba el clericalismo

Pope John Paul II – Filippine – es

© CATHOLICPRESSPHOTO

Gian Franco Svidercoschi - publicado el 01/05/15

“El polaco”, lo llamaban algunos monseñores, despreciativamente, en los primeros momentos

Recordamos hace poco que ya han pasado diez años e su muerte. Y el 27 de abril se cumplirá un año desde la solemne inscripción en el registro de los Santos. Son las mismas fechas, son los aniversarios los que recuerdan un Karol Wojtyla ya anciano, sufriente, que soportando un mal tremendo, fue hacia la muerte con serenidad, abandonándose en los brazos del Padre.

Además, un Karol Wojtyla marcado por una santidad que atravesó su entera existencia. Rayando el heroísmo, si no el martirio, en el momento del atentado, o sumiendo una dimensión casi mística, en la fase más aguda de su enfermedad; pero que, vivida en la cotidianeidad, en lo escondido, en los compromisos grandes y pequeños de todos los días, era también esta, una santidad increíblemente “normal”.

Hay otra forma de recordar a Juan Pablo II. Antes que nada, a través de las imágenes del principio de su pontificado. Imágenes quizás muy lejanas para mucha gente, incluso desconocidas para las nuevas generaciones; pero que son indispensables, decisivas, para entender lo que significó la llegada a la cátedra de Pedro del primer Papa no italiano después de 456 años.

Era un Papa eslavo, polaco, testigo de otra visión del mundo, de la historia y de una religiosidad que se había quedado a los márgenes. Así como era portador de una concepción del sacerdocio muy poco clerical, de una piedad popular en pleno renacimiento y de una presencia de la Iglesia en la sociedad sin las tentaciones integrales de una época.

De joven, había sido actor, había trabajado en una minería. Venía del que entonces era el imperio comunista. Después de haber vivido en primera persona la Segunda Guerra Mundial, y después de haber experimentado la experiencia del otro totalitarismo, el nazi, que estremeció al siglo XX. No sólo vivió de cerca la Shoah: muchos de sus amigos hebreos murieron en los campos de exterminio.

Apenas elegido, tuvo el primer desencuentro con el mundo curial (“el polaco” lo llamaban algunos monseñores, despreciativamente, en los primeros momentos); ya que el jefe de ceremonias, según el uso, no quería absolutamente que hablase asomándose desde la logia de la Basílica Vaticana. Él, sin embargo, lo hizo, y le pidió a la multitud que le corrigiese, si había cometido algún error en italiano. Se presentó como el obispo de Roma y no como Papa. Quería ser el pastor de todos, no un monarca.

En resumen, para recordarlo muy brevemente, era un hombre de Dios, un hombre de gran fe, de mucha oración. Un hombre libre interiormente, separado de las cosas del mundo y sin miedos. “¡No tengáis miedo!¡Abridlas puertas a Cristo!”, dijo durante la Misa inaugural del pontificado. Era un hombre con don de profecía, capaz de fustigar a los potentes, a los más amenazadores. Un hombre humilde, sencillo, puro, transparente, que estaba a gusto con los más pequeños.

Ha sido un Papa que, por como ha testificado la radicalidad evangélica, ha sabido mostrar el rostro humano de Dios: el Dios de la paz, de la misericordia, de la justicia, de la alegría, de la solidaridad. Un Papa que, refiriéndose a la sabiduría divina, consiguió proponer un unto de convergencia en el que todos los hombres, redescubriéndose como hijos de un mismo Padre, se supieron hermanos: más allá de las divisiones ideológicas, culturales, geográficas, raciales e incluso religiosas. “El otro me pertenece”, escribió en un documento.

Ha sido el Papa de las primeras veces. El Papa, como se decía, que ha sido el primer no italiano después de casi la mitad de un milenio. El primer Papa en entrar en una sinagoga o en una mezquita. El Papa que, por primera vez, ha reunido en oración por la paz a los representantes de todas las Iglesias y las religiones. El Papa que por primera vez convocó a millones de jóvenes. El Papa que, con sus viajes ha dado, por lo menos, siete veces la vuelta al mundo.

Ha sido el Papa que, con la misma fuerza, ha defendido la verdad del Evangelio y la dignidad del hombre, de todo hombre. El Papa que ha luchado contra todas las guerras, contra todas las injusticias. El Papa que, igual que contribuyó a la caída del Muro, al ocaso del comunismo, no se detuvo a la hora de combatir el capitalismo salvaje, sin reglas. El Papa que estuvo a punto de morir, a causa de su compromiso por todos los seres humanos. Y que se quedó solo, fue dejado solo, también por Occidente, incluso abandonado por sectores católicos, en la batalla que combatió en defensa de la vida y de la familia.

Y fue un Papa que ha dejado, gracias al Jubileo del 2000, una Iglesia profundamente purificada. Un Iglesia, en la estela del Concilio, más evangélica, más bíblica, y más carismática, más laica, con una sorprendente floración de movimientos y de nuevos protagonistas, en especial los jóvenes y las mujeres. Un Iglesia que hoy está plenamente comprometida en el dialogo ecuménico y en el interreligioso. Una Iglesia con una difusión geográfica y cultural nunca antes conocida. Con una autoridad moral a nivel mundial. Con una presencia constante y un papel no pocas veces decisivo, especialmente al tener encendida la llama de la esperanza, ya sea en los problemas de los pueblos como en los procesos de la vida internacional.

Esta es la Iglesia que Juan Pablo II dejó en herencia a Benedicto XVI, y ahora, en el signo común de la Misericordia a Francisco.

El 27 de abril hizo un año de su santificación. Pero, en él, también ha sido exaltado su pueblo. El pueblo de cuántos, no solo católicos, no solo cristianos, lo han amado y se han identificado con él, o que, inspirándose en él han decidido comenzar una nueva vida. O al menos, comenzar a ver la vida con ojos nuevos. Con un corazón nuevo.

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clericalismoJuan Pablo II
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