Es el peor daño que puede sufrir el pueblo de Dios, el mismo hielo en el corazón que hizo que el Sanedrín buscara la condena de Cristo
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El clericalismo es una expresión muy particular de la conciencia aislada, aposentada en unos criterios o juicios que se tienen por superiores y que llevan a no aceptar a nadie que no comparta nuestra opinión o pensamiento, a mirar por encima del hombro al que piense o viva de otra manera, al diferente.
Sin duda en la Iglesia de las últimas décadas, y todavía hoy, encontramos una gran presencia de este mal larvado. Está en quienes cierran a cal y canto un grupo dentro de la parroquia para que no entre nadie, para que no llegue ningún aire del exterior, para que se cueza en su propia pedantería y se acartone en una fría decadencia.
Está en el sacerdote que juzga mal a su obispo y reniega de su promesa de servir al pueblo de Dios siendo un fiel colaborador, está en el que sólo mira a los demás con el objetivo de descargar el martillo de su moralismo ideológico, sin comprender, sin amar, sin acoger.
El clericalismo, el peor daño que puede sufrir el pueblo de Dios, es, para que nos entendamos, el mismo hielo en el corazón que hizo que el Sanedrín buscara la condena de Cristo, porque venía a remover sus aposentos, a traer una Nueva Noticia que contrastaba con su mensaje estable, conciso y, sobre todo, del que ellos eran dueños y administradores. De la misma manera el clericalismo es una forma larvada de pecado que vuelve una y otra vez a crucificar al Señor.
El Papa Francisco se ha enfrentado a él desde hace muchos años. Ya a principios de los ochenta, con motivo de un artículo sobre diversos libros entre los que se encontraba El complejo antirromano de uno de sus teólogos de cabecera, Hans Urs von Balthasar, describía cómo ciertas personas en la Iglesia hacen sus grupitos cerrados que se enfrentan a los demás, es decir, al propio Pueblo de Dios, y así forman sectas.
Decía entonces: “La secta es una particular concepción de iglesia, una manera de concebir la comunidad, la obediencia, la actividad apostólica; y detrás de tales concepciones de Iglesia subyace alguna ideología” (“Actitudes conflictivas y pertenencia eclesial”, Revista Stromata, nº 39, 1983, p. 148.) Estas visiones separadas, continuaba, dan lugar a cristianos que “dispersan en vez de congregar, tienen miras humanas en vez de divinas, se introducen por la fuerza en el rebaño de Cristo y con palabras perversas arrastran a los discípulos a su seguimiento.” No podía ser más claro ni más rotundo.
Hoy, como Papa, tantos años después, continúa luchando contra ese clericalismo que, se llame a sí mismo conservador o progresista, enreda y siembra cizaña entre los fieles en lugar de mirar con afecto al hombre, al mundo y a la realidad desde la seguridad de que Cristo ya ha vencido y de que la amargura sólo puede nacer de una conciencia resentida y débil, envejecida por el desánimo y la desesperanza.
El clericalismo se identifica fácilmente porque lo confía todo a la estructura y a la jerarquía y, por supuesto, quien está embutido de este problema anhela buscar una posición superior en esa especie de burocracia mental que impone a los demás. Frente a algo así la frescura del Papa nos desconcierta y nos arranca una sonrisa, con su sentido común llano y evidente: “Nadie debe sentirse pequeño, demasiado pequeño respecto a otro demasiado grande.
Todos pequeños ante Dios, en la humildad cristiana, pero todos tenemos una función. ¡Todos, todo! Como en la Iglesia… Yo haría esta pregunta: “¿Quién es más importante en la Iglesia? ¿El Papa o esa viejecita que todos los días reza el rosario por la Iglesia?” Que lo diga Dios: yo no puedo decirlo. La importancia de cada uno en esta armonía, porque la Iglesia es la armonía de la diversidad”.
(Radio Vaticano, 22 de marzo de 2014).
¿Por qué nos cerramos en una visión particular, por qué nos quedamos con un pequeño dios de bolsillo, ídolo falso, e intentamos convertirnos en minipontífices de nuestro ranchito? La Iglesia necesita la grandeza de miras que nos ofrece Francisco, una apertura al sobreabundante misterio de Cristo que nos permita comprender que la humildad, la dependencia, la búsqueda incansable de Dios, al que no podemos atrapar ni reducir, es la posición razonable del cristiano.
No nos sirve de nada tomar el cetro que hemos hecho con un sarmiento arrancado de la viña para, erguidos y orgullosos, proclamarnos los Caifás de nuestra sesgada ideología religiosa. La realidad es más grande, y el Señor todavía más que la realidad y que cualquiera de los conceptos que construyamos sobre Él. Abramos las ventanas y que entre aire renovado, salgamos a las plazas y dejemos que la sorpresa de Cristo resucitado sea nuestro alimento cotidiano. Basta ya de conservas manufacturadas: comamos el pan de vida.